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La empatía ¿tiene sus raíces en la biología?

Conversación con Catherine Belzung


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Algunas investigaciones científicas han sido mal interpretadas, identificando a la persona «como un títere en manos de su material genético y su cerebro. Pero tal perspectiva no es ciencia, es ideología. La biología no nos determina. Somos completamente libres»1, es la convicción de Catherine Belzung, reconocida neurocientífica en el panorama internacional. Esta vez queremos indagar con ella si nuestra estructura biológica nos lleva, o no, a interesarnos y actuar por los demás, y si esa capacidad radica en nuestra biología o si es un rasgo de benevolencia de cierto tipo de personas. Cuando un niño rompe a llorar, corremos en su ayuda;  ese interés por los demás ¿es fruto de nuestra historia evolutiva?, ¿qué es exactamente la empatía?
 
Hablar de empatía está de moda, en política, economía, sociología, incluso en ecología. ¿Porqué? 
Sí, las ciencias sociales han desarrollado recientemente una nueva mirada sobre la antropología, considerando no solo las capacidades cognitivas que nos permiten razonar, comprender y reflexionar, sino la que te lleva a desprenderte de ti mismo para interesarte por los demás, calificándola de exquisitamente humana. No se logra explicar de otro modo los gestos gratuitos de gente que, en situaciones de guerra y emergencias de todo tipo, arriesgan su vida por otras personas. Son observaciones que tienen un peso en la reflexión científica.
 
¿Podría estar motivada por una especie de resistencia moral a no dejar de soñar en una familia humana universal, ante la violencia y la fractura de la cohesión social?
Es muy posible. De hecho, el hombre no  produce solo fragmentación. Su conciencia le impulsa más allá. Podemos decir que la urgencia de subrayar la empatía es consecuencia de lo positivo y de lo negativo que existe. 
 
¿Qué es y qué no es la empatía?
En primer lugar no es ni sincronización corporal ni imitación inconsciente o mecánica del sufrimiento del otro. La mayoría de los estudiosos distinguen niveles de empatía, con procesos cognitivos cada vez más complejos. El nivel más básico, corresponde al mimetismo motor; por ejemplo alguien bosteza e induce a otros a bostezar sin motivo aparente, o en una guardería un niño rompe a llorar y los demás empiezan a llorar con él. Ese contagio no requiere comprender lo que el otro siente ni correr en su ayuda, es una resonancia motriz automática incontrolable e involuntaria. 
Un segundo nivel es la empatía afectiva, compartir sentimientos, sensaciones y emociones de los demás: dolor, miedo, incertidumbre, satisfacción... Según Favre y col. (2005), se trata de una actitud innata, biológica, que nos lleva a empaparnos del otro y que a veces puede desbordarnos provocando malestar empático con estrés y agotamiento.
El tercer nivel permite identificarse con la otra persona, ponerse en su lugar aunque su universo mental, sus deseos, intenciones, puntos de vista sean diferentes del mío. Se denomina teoría de la mente o empatía cognitiva. Es la actitud que nos saca de la perspectiva del mundo en primera persona (lo que yo veo, lo que quiero, lo que necesito) y considerarlo en tercera persona (lo que la otra persona ve, quiere, necesita). La empatía cognitiva se basa en la capacidad de comprender que la otra persona es similar a nosotros, pero impide confundirnos con ella2. Exige distinguir entre el yo y el otro en un proceso controlado e intencionado.
La empatía que motiva la ayuda a los demás la llamamos compasión. Experimentos realizados han demostrado que las personas que ejercitan la compasión ayudan más que las que muestran malestar empático. Sin embargo, hay comportamientos altruistas que conllevan un coste para el que actúa, y parece ser muy antiguo. Las investigaciones en arqueología prehistórica han encontrado mandíbulas totalmente desdentadas (por tanto de edad avanzada) de homínidos paralizados por el reumatismo, que no habrían podido sobrevivir sin la ayuda de sus congéneres. Por tanto, la ayuda mutua ya existía en la prehistoria.
 
Desde la perspectiva neurocientífica, ¿cuál es la base biológica de la empatía? 
Una serie de estudios analizaron el agente de activación cerebral en momentos precisos con técnicas de neuroimagen funcional3, como la Tomografía por Emisión de Positrones (PET) o la Resonancia Magnética Funcional (RMF). Se observó cómo se activaban las mismas áreas cerebrales cuando el sujeto experimentaba una emoción o cuando la percibía en el otro. Ante el miedo se activa la zona del cerebro llamada amígdala (que no es la de la garganta). Del mismo modo la lesión de la amígdala hace perder la capacidad de sentir miedo y de identificarlo en los demás. Lo mismo sucede con otras emociones como la repugnancia, que activa la ínsula. En el caso del dolor, se activan la ínsula y el córtex cingulado anterior por la emoción negativa que deriva del dolor. Así mismo, si se observa una aguja penetrar en el brazo de alguien, aunque sea mirando la pantalla, se activa igualmente esa zona del cerebro. Y cuanto más se empatiza con la persona que sufre, más se activan las propias áreas cerebrales. Este mecanismo representa la red cerebral de la empatía afectiva.
 
¿Qué ocurre en el cerebro cuando, en vez de las emociones, se representan las intenciones, los deseos, las perspectivas de los demás?
Las regiones cerebrales más asociadas a la empatía cognitiva son el córtex prefrontal, el lóbulo parietal inferior, la unión temporoparietal, la circunvolución temporal superior y la circunvolución fusiforme, regiones implicadas en procesos cognitivos complejos como la memoria, la atención y la representación en el espacio. Y se puede observar cómo se activan dos regiones, tanto en tareas afectivas como cognitivas: la ínsula anterior y el córtex cingulado anterior medio. Esto sugiere que se puede comprender las intenciones y los deseos del otro sin sentir dentro de mí malestar o la invasión de sentimientos que podrían bloquear la acción. Y al revés, puedo conmoverme por el sufrimiento del otro sin comprender en realidad sus intenciones, deseos, creencias, etc.
Más interesante aún es lo que ocurre durante la compasión, pues se activan las dos regiones comunes a la empatía cognitiva y a la empatía afectiva. Y con ellas se estimulan otras partes del cerebro como el córtex frontal inferior que corresponde al deseo de ayudar, y otras zonas mucho más primitivas como la región periacueductal del mesencéfalo, zonas que tenemos en común con algunos mamíferos. Esto sugiere que, para ayudar al otro, primero hay que dejarse tocar por él, comprender lo que necesita, lo que piensa, cómo se le representa el mundo.
 
¿Son capacidades innatas o pueden adquirirse? 
Se sabe que, desde que nace, el niño se siente atraído de forma innata por determinados estímulos sociales (rostros, olores y voces humanas), y comprenden la diferencia entre lo que es humano y lo que no lo es, una capacidad acompañada por la imitación. A los 18 meses ayudan espontáneamente a un adulto y en torno a los 3 o 4 años parecen tener una teoría de la mente rudimentaria. Muchos experimentos evidencian la tendencia del niño a ayudar principalmente a los que le son semejantes, mostrando así el aspecto innato de la empatía, pero demostrando que la universalidad de la compasión es resultado de aprendizaje.
 
¿Y qué produce el aprendizaje empático a nivel cerebral?
Durante la experiencia del dolor físico se observa que las personas muestran una mayor actividad en la ínsula y el córtex cingulado, y esto se asocia con la angustia. Sin embargo, es posible entrenar a una persona en la compasión. Un experimento serio es el training de compasión; son ejercicios mentales en varias fases que exigen concentrarse, imaginarse la situación y tomar una decisión. Primero se visualiza a un amigo, después de cierto entrenamiento se visualiza a extraños y por último a enemigos. De este modo, las personas se entrenan en la benevolencia hacia todos los seres humanos, y se ha demostrado que aumenta el comportamiento altruista. En el cerebro de las personas entrenadas así se observó un aumento de las áreas cerebrales relacionadas con el placer (estriado ventral y corteza orbitofrontal) y una disminución de actividad en las áreas vinculadas al malestar, lo cual lleva a una constatación: ayudar a los demás vigoriza y fortifica. Es un cambio posible gracias a la plasticidad cerebral, aptitud de las redes cerebrales para modificarse con el tiempo en su morfología (nuevas conexiones entre neuronas) y en su función (aumento o disminución del reclutamiento de estas neuronas). Otros experimentos han demostrado que el altruismo aumenta la esperanza de vida. Por lo tanto, no deberíamos ser reacios a promover la ayuda a los demás visto que fomenta el bienestar.
 
Si practicásemos la empatía parece que viviríamos en un mundo mejor. ¿Es todo tan fácil  y maravilloso?
No hay que enfatizar la empatía de manera absoluta. Hay personas tan implicadas en el dolor de los demás que no logran distanciarse de las emociones ajenas y esto las paraliza. Es lo que llamamos estrés emocional. No basta comprender al otro para actuar empáticamente. La empatía puede llegar a ser peligrosa en personas psicopáticas: comprenden muy bien las necesidades del otro pero no logran actuar en su favor y son capaces de manipularlo. De hecho, un manipulador capta muy bien determinadas necesidades y las orienta hacia donde quiere. Tanto la empatía afectiva como la cognitiva pueden tener un lado oscuro del que hay que tomar conciencia. La empatía es bella y positiva cuando canaliza la capacidad de comprender al otro para actuar en su beneficio. Este aspecto es determinante.
¿Estamos volviendo a descubrir una “cultura de la empatía”?
No soy especialista, pero diría que las sociedades contemporáneas, que son las de la información, han ampliado nuestra mente. Aunque la empatía se ha dado siempre, ahora el objeto de la empatía se ha alargado y se ha tomado mayor conciencia del sufrimiento de las personas en otras regiones de la tierra. Son gente que no conocemos personalmente, y esa falta de conexión emocional requiere una cualidad de empatía mayor, más fina y más desinteresada. Este es el paso que se está dando. Debe crecer el aspecto positivo de la empatía, el aspecto de luz, y no la parte oscura, con ejercicio y entrenamiento, como cuando ejercitamos la memoria o desarrollamos un músculo en un deporte.
 
Ejercitar la empatía es una facultad de los seres superiores, ¿hay en el hombre algo específico?
En los animales vemos muchos ejemplos de comportamiento empático, en particular del comportamiento materno. Lo que considero característico de la empatía humana es su extensión universal hacia quienes no conozco, o son diferentes a mí, incluso enemigos. Y puedo ejercitarla de manera desinteresada y con gratuidad porque es fruto de una decisión libre. La biología no me obliga a practicar la empatía, ni me condiciona o me coarta. Mis estructuras cerebrales me permiten y me hacen capaz de ejercitarla. 
 
¿Podemos deducir que ejercitar la empatía nos hace más felices y más humanos?
Podemos decir que estamos hechos para el otro y que esta capacidad está arraigada en nuestra biología, en nuestros genes y nuestro cerebro. Es el resultado de nuestra historia evolutiva, porque se encuentra ya en los animales. Por tanto, no podemos argumentar ni justificar que es imposible vivir para el otro. Tenemos las funciones cerebrales para ello, que pueden y deben mejorarse. Este resultado –logicamente– no se produce de manera automática. La empatía debe ejercitarse y estimularse, y no solo porque nos permite construir una sociedad nueva basada en la fraternidad y la amistad, sino también porque nos hace más felices.
 
 
 
Catherine Belzung  Profesora de Neurociencias en la Universidad de Tours (Francia), anfitriona de las Cátedras Sophia y miembro de la interdisciplinar Escuela Abbá, fue galardonada con la Legión de Honor de la República Francesa por sus méritos científicos.  
 




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