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¿Tiene la muerte la última palabra?

Natalia Pacheco


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Mi vida, gracias a Dios, está llena de cosas bonitas: una familia que me quiere, amigos con los que disfrutar cada día, experiencias inolvidables, miles de sueños por cumplir… Por otro lado, siendo estudiante de medicina, cada día me topo con el sufrimiento y eso me hace vivir con los pies en la tierra.
Últimamente pensaba que cada día en un hospital ocurre la risa más inocente, la aceptación más madura, el nacimiento más deseado, la muerte más inesperada, el miedo más razonable, la oración más convencida, el abrazo más íntimo, el perdón más sincero, la confesión más sagrada, la soledad más abrumadora, el llanto más desesperado, el consuelo más necesario, la historia más memorable, el amor más incalculable... Estoy convencida de que el dolor convierte cada instante en vida más verdadera. Ver de cerca el dolor me ayuda a caer en la cuenta de quién soy: humana que un día me voy a morir. 
 
El pasado 25 de noviembre falleció mi abuela. Estos son algunos trozos de lo que leí en su funeral: «Un día habías hecho ensaladilla rusa para comer y yo, sin pensar que aquello tendría mucha trascendencia, te dije que estaba muy rica. Desde aquel día siempre que iba a verte tenías ensaladilla preparada para mí. Y a mí me encantaba solo porque la habías hecho con el cariño infinito con que hacías cada cosa. Abuela, enséñanos a querer así. 
»Iban pasando los años y yo cada vez quería aprender más de ti, de tu forma de amar a cada uno, de cómo afrontar la vida cuando vienen momentos difíciles, de tu Fe inquebrantable…
»Coger el bus al salir de la uni y pasar la tarde contigo se convirtió en uno de mis planes favoritos. Tú pensabas que iba a comer porque luego tenía prácticas o porque me pillaba de paso porque había quedado con alguien más tarde. Cuando descubrías que había ido expresamente a verte y pasar tiempo contigo flipabas. Pero abuela ¿cómo no iba a querer simplemente estar contigo? 
»Cuando te dijeron que ya no te darían más quimio pensé: ¿seré capaz de no dejarme nada en el tintero? Pero he aprendido que se trata solo de amar, amar y amar. 
»Un martes nos dijo papá que ibas a ir perdiendo la consciencia poco a poco. Minutos más tarde tu habitación estaba llena. Teníamos que demostrarte, ahora más que nunca, cuánto te queríamos. Estabas tranquila, con mucha paz, y sonreías. Te hablábamos y te cuidábamos como a una niña pequeña. A mí me gustaba acariciarte el pelo, con otros jugabas a las palmas, a Cris le decías que era la cocinera… Como si al morir volviéramos a hacernos niños. Creo que estabas naciendo de nuevo, pero en otra vida». 
 
Elena Huelva, una joven de 20 años con casi un millón de seguidores en las redes sociales, falleció el 3 de enero. Esta influencer mostraba al mundo su enfermedad. Bajo su lema «mis ganas ganan» animaba a todos a vivir hoy, porque nadie nos ha prometido un mañana. Un mes antes de morir, lanzaba este mensaje: «Quiero dejar claro que yo ya he ganado por todo el amor y, pase lo que pase, mi vida no ha sido en vano porque he luchado».
 
¿Qué tienen en común estas dos historias? Aparte de una lucha incansable contra el cáncer, mi abuela y Elena comparten algo esencial. Todo en esta vida se termina, desde la lasaña de mamá, hasta el abrazo de un amigo, pasando por el verano con la gente que quiero, mi libro favorito, la puesta de sol cada día, mi conversación con la abuela… Pero ¿hay algo que dure para siempre? Mi corazón pide que las cosas sean eternas.
Por otro lado, no es lo mismo leer un libro cualquiera que leer el libro que me han regalado mis amigas. No sabe igual la lasaña del comedor del cole que la que hace mamá.
–Mami, ¿qué tiene la lasaña que está tan rica? 
–Mucho cariño, hija. 
¿Es ese el ingrediente secreto? ¿Será verdad que el amor marca la diferencia? Mi abuela en sus últimos días, entre respiraciones agonizantes que anunciaban su final, no paraba de repetir: «Os quiero mucho» (silencio) y «que os queráis mucho», añadía con un poco de esfuerzo. Por su parte, la última publicación de Elena fueron unas letras blancas sobre fondo negro que decían: «Os quiero». 
Muy lejos quedan los logros, el dinero, los testamentos… Solo una cosa trasciende: el amor. Mi abuela ha fallecido, pero sigue viva en sus hijos y nietos, cuando nos queremos como ella nos enseñó. Igual que sigue viva la huella de Elena en el mundo. El amor de ellas dos –y quién sabe de cuántas personas que no conocemos– se vuelve a hacer presente cada día. ¡Menos mal, porque no estamos hechos para la muerte, sino para la vida! 
La muerte trae consigo preguntas, muchas veces incluso hace tambalear nuestros cimientos más sólidos. Pero sufrir es señal de que estamos bien hechos, y no podemos renunciar a ello, porque renunciar al sufrimiento es renunciar al amor. Por la misma razón que somos vulnerables, somos consolables. Es decir, por lo mismo que se puede llegar hasta nosotros para hacernos daño, se puede llegar para consolarnos, para no dejarnos solos, para encontrarnos, para amarnos. Además, el dolor y el mal son transitorios, el amor no. Y cuando uno ama está tan ocupado, tan lejos de sí mismo, que no se preocupa por nada. 
Ya va siendo hora de aceptar que nos vamos a topar con la muerte, pero cada instante puede durar para siempre si descubrimos en él la eternidad que promete. También nosotros nos vamos a morir. Y cuando ese día lleguemos al Cielo, nos daremos cuenta de que cada cosa aquí abajo nos hablaba de Dios: la felicidad, el sufrimiento, la esperanza, el amor, la vida, la muerte… Cada cosa nos habla de la eternidad a la que estamos llamados. 




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