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Una sola salud

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La salud nos concierne vitalmente, el deseo de tener buena salud es connatural a toda persona. Los antiguos romanos se encomendaban a Salus, una de sus diosas más antiguas, y no en vano el príncipe Siddharta abandonó su palacio, estupefacto al descubrir que la enfermedad, como la belleza y la muerte, es inherente a la existencia. Cuando saludamos, deseamos salud. Lo primero, pues, es mantenerse sano y salvo.

 
 
Somos herederos de un afán atávico convertido en derecho humano. Pero ¿tiene sentido desvivirse individualmente por una perfecta salud, entendida como ausencia total de sufrimiento y de molestias físicas o psíquicas? ¿No es un anhelo quimérico y morboso al mismo tiempo? Nuestra sociedad, dos mil quinientos años después, pugna por volver a ese palacio de placidez y autocomplacencia del que huyó el fundador del Budismo al detectar su inconsistencia.
En 1948 la OMS definió la salud no como ausencia de enfermedad o dolencias, sino como un estado de bienestar (físico, mental y social). A algunos les sigue pareciendo limitada esta definición y consideran que, para poder hablar de verdadera salud integral (plena), hay que tener en cuenta la dimensión espiritual y ambiental. Esto, lejos de ser una fútil coletilla, entronca con tradiciones y disciplinas milenarias de todo el mundo que consideran que para una vida armoniosa (por lo tanto saludable), hay que (re)hacer la conexión con la Realidad Suprema (Dios, el Tao, la Ley del Cielo…) y con la Naturaleza. Por ejemplo, el yoga, en su contexto tradicional hindú, no solo persigue el bienestar psicofísico, sino la unión del Atman (alma individual) con el Brahman (Alma universal). ¿Qué tienen que ver las religiones y la experiencia mística con la salud? Recordemos que salvación y salud provienen de la misma palabra latina: salus. ¿No es reduccionista esta medicina occidental que tanto se las da de científica?
El asunto es más serio si consideramos que, en la visión tradicional, a los elementos espirituales se les da un valor superior, pero nuestra sociedad, eminentemente materialista, parece haberle dado la vuelta radicalmente, otorgando mayor importancia a los aspectos más transitorios y epidérmicos. Las tradiciones de sabiduría siempre han alertado del peligro de trocar lo esencial por lo banal; por ejemplo, ¿es saludable hacer mucho entrenamiento físico ignorando todo tipo de ejercicio espiritual? ¿Es el hedonismo y el culto al cuerpo una nueva idolatría? El filósofo chino Menci (371–289 aC) escribía: Supongamos que a un hombre se le queda encogido el dedo anular y no puede estirarlo; si bien este pequeño defecto no le causa molestia alguna ni entorpece sus actividades, sin embargo, si conoce a alguien que se lo pueda enderezar, le parecerá poca la distancia entre los reinos de Tsin y de Tsu para ir a su encuentro. Ahora bien, no nos esforzamos lo más mínimo para recuperar los sentimientos de bondad y justicia (…) y damos más importancia a un dedo que al corazón.
 

Un nivel más alto

Es comúnmente aceptado que los trastornos psicológicos desencadenan ciertas alteraciones orgánicas (psicosomáticas). No obstante, a nuestra sociedad le resulta chocante lo que ha sido convicción usual en otros lugares y momentos, y solo las escuelas médicas más vinculadas a la naturaleza (la de Edward Bach, por ejemplo) se han atrevido a indicar que la pérdida de salud psicofísica deriva, a su vez, de un fallo a un nivel más alto, el espiritual. Es decir, de algún tipo de desviación tan intangible como notoria del yo autocentrado (el egocentrismo) y sus excesos, es decir: la crueldad, la codicia, la soberbia, la pereza. El Evangelio lo dice muy claramente: Felices los que tienen hambre y sed de ser justos… ¡los perseguidos por el hecho de ser justos! (Mt 5, 1–11). La bienaventuranza (como la eudaimonia griega, mucho más que el mezquino bienestar hedonista) es por tanto fruto de la práctica de la virtud. Para el poeta romano Juvenal esta es la única senda para una vida tranquila. Hoy, de la mano de la psicología positiva y su concreción de las 24 fortalezas del carácter, la ciencia occidental moderna está de acuerdo.
Además, la salud no es solo un asunto individual. Formamos parte de una sociedad que puede enfermar poco o mucho. Y si no tenemos perspectiva y nos ciega el orgullo, es fácil que nuestras psicosis y nuestros despropósitos nos pasen desapercibidos; incluso que hagamos caso omiso de las voces proféticas que nos evidencian nuestras faltas y vicios, como la del jefe indígena Si’ahl. En su elocuente discurso Cada parte de esta tierra es sagrada para mí dice que el hombre blanco no rige bien (se ha pervertido): es como una serpiente que para alimentarse se come su propia cola, y su cola se va haciendo más y más pequeña. O la del caudillo samoano Tuiavii de Tiavea, cuando alertó a su pueblo sobre los Papalagi: Dicen que nos harán más ricos y felices; muchos de entre nosotros hemos sido casi deslumbrados por esta espantosa enfermedad. Voces indígenas (los iroqueses, los arhuacos…) y muchas autoridades religiosas del mundo siguen hoy denunciando la degeneración moral y espiritual de esta parte del mundo trastocada por el antropocentrismo rapaz y despiadado, el consumismo frívolo, la egolatría...
 

Recetas verdes y azules

La otra dimensión de la salud, claro está, es la naturaleza. Somos naturaleza y enfermamos si nos separamos de ella. En el 2005 Richard Louv publicó Last child in the Woods, donde habló por primera vez del «trastorno por déficit de naturaleza». Desconectados de la naturaleza, los niños, y también los adultos, sufrimos trastornos físicos y psíquicos (obesidad, falta de concentración, ansiedad, irritabilidad…). Por el contrario, en la naturaleza caminamos y corremos más, tenemos más contactos sociales, reducimos el estrés y estamos menos expuestos a la contaminación (del aire, acústica…). Si esto está claro, ¿no tiene pleno sentido reconsiderar la prescripción a mansalva de píldoras y apostar, en cambio, por las recetas verdes y azules: baños de bosque y de mar? Y aún así, hace falta un paso más, dado que la naturaleza no es solo un agente de salud. Lo decía Si’ahl: enseñad a vuestros hijos lo que hemos estado enseñando a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. La Madre Tierra, la Pachamama, la naturaleza sagrada, manifestación divina (teofanía).
¿Qué más sano, como hacen muchos pueblos indígenas, que venerar la Tierra y cuidarla responsablemente viviendo en ella de forma armoniosa y sostenible? ¿Qué más insano que reducirla a un recurso económico (energético, urbanístico, turístico, cinegético…) y explotarla sin contemplaciones, impulsados por la avaricia? Ahora bien, como también dice Si’ahl, lo que le sucede a la tierra, le sucede a los hijos e hijas de la tierra. El hombre no tejió la red de la vida, tan solo es uno de los hilos. Todo lo que le hace a la red se lo hace a sí mismo. Expresión poética del concepto moderno de Una sola salud (One Health): la interdependencia entre salud humana y salud animal y ambiental. Y ejemplos no faltan: la emergencia climática efecto de un planeta enfebrecido, la inseguridad alimentaria, la contaminación creciente del agua, la tierra y el aire, la extinción de especies velozmente, la destrucción de hábitats, el aumento de la zoonosis… Si no se produce una profunda toma de conciencia y no se apuesta decididamente por el decrecimiento y un cambio radical del modelo económico predador, ¡el colapso (expresión global de la patología) está servido! La Declaración sobre la interdependencia de la salud y la naturaleza en Cataluña (2019) lo expone bien claramente.
 
Un nuevo corazón
Siendo tan complicadas las cosas, buscar únicamente la propia salud o la de unos cuantos subestimando el clamor de los pobres y los gemidos de la Tierra es mezquino e inútil, una depravación de nuestro rol de custodios de la Creación, una imperceptible pero antigua y letal afección cardiaca: el corazón de piedra (Ez 26, 36). Más allá de vacunas y pastillas, ¿no sería también bueno conseguirnos un corazón nuevo: humilde (con raíz en el humus, la tierra), sobrio y fraterno, es decir, hermanado con todos los seres vivientes de la casa común. En este camino, cabe preguntarse ¿no sería también bueno que no caigamos en el menosprecio altivo propio de la medicina occidental, sino dejarnos ayudar por concepciones y prácticas con visiones más amplias y profundas acerca de lo que somos? En las culturas tradicionales íntegras, el concepto de salud es holístico (un buen ejemplo es el hauroa de los maoríes etnia polinésica). Por último, en este tiempo de cruzada antivírica, ¿no nos haría bien pensar un momento si no seremos nosotros los que nos comportamos como verdaderos patógenos atacando la salud de la Tierra?
 




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