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Cuando, cuando, cuando

Pilar Cabañas Moreno / Ilustración: Blanca López Cabañas


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Saburo estaba cansado de no poder salir a jugar al bosque, y sus amigos también. El clan de los Takeda había asediado la fortaleza donde vivían y sus soldados impedían que nada ni nadie pudiera entrar o salir.
 
Al principio les pareció emocionante romper la rutina. Incluso fácil poder resistir. Contaban con alimento y suministro de agua, y dado que era muy aburrido estar ahí plantados delante de la fortaleza, Saburo pensó que los soldados no tardarían en irse. Pero después de varias semanas, tanto el ánimo como el alimento escaseaban, y además el suministro de agua que les llegaba desde un arroyo cercano lo habían boqueado. Al muchacho al principio no le importó, porque no le gustaba mucho lavarse, pero cuando apenas les quedaba líquido para beber, la cosa no era ya tan emocionante.
 
Una mañana, mientras practicaban su ejercicio diario de formación en el manejo de la espada, un monje se sentó cerca a observarlos. Escuchó cómo, mientras se atacaban unos a otros, decían cosas como: «¡Cuando me dejen una espada de verdad lucharé por la justicia!»; «¡Cuando yo sea general no permitiré que hagan daño a los más débiles!»; «¡Cuando forme parte del ejército del señor, jamás me rendiré!»... 
 
Entonces el monje se levantó y se acercó a decirles: «¡Cuando pueda, cuando sea, cuando tenga…! Todo futuro, todas suposiciones». Y les preguntó: «¿Qué tenemos hoy?». «Espadas de madera», contestó uno de los amigos de Saburo con algo de decepción. El monje sonrió y contestó él mismo: «El momento presente. No sabemos qué pasará mañana. Debemos preguntarnos: ¿qué podemos hacer hoy?».
 
El monje cogió su bastón, y sin decir más, se alejó de allí. Esa pregunta resonaba en la mente de Saburo y en la de todos sus compañeros: ¿qué podemos hacer hoy?
 
Esa noche, mientras daba vueltas con los palillos a los escasos granos de arroz dentro del cuenco, se le ocurrió una idea y salió corriendo a buscar a sus amigos. No dirían nada a nadie. Lo más importante para poder resistir el asedio, hasta que llegaran sus aliados, era tener agua. Con el agua podían cultivar los huertos que había dentro de las murallas y tener un mínimo de alimentos.
Se les ocurrió que, como ellos eran pequeños y puesto que no corría agua por las canalizaciones subterráneas, podrían gatear hasta el exterior y restaurar el suministro. Dado que los Takeda confiaban en que nadie podía salir de la fortaleza, no estarían vigilando el arroyo. El problema es que no podrían volver, pues cuando el agua llenara las tuberías quedaría cortada toda posibilidad de regreso. Por eso aquella noche, antes de hacer como que se iban a dormir, dieron un fuerte abrazo a sus padres.
 
Siguiendo sus planes, salieron a escondidas de sus casas y se dirigieron al aljibe. Uno a uno, a oscuras, fueron caminando a gatas por la tubería. Tuvieron suerte que, al salir hubiera luna llena. Pronto descubrieron qué era lo que cortaba el suministro de agua: una gran empalizada detenía el curso del arroyo. Pensaron cuál sería la mejor manera de solucionarlo. No podían eliminar la empalizada, pues sería demasiado llamativo, lo descubrirían enseguida y su misión no habría servido de nada. Se les ocurrió entonces simular una fuga en la empalizada, de manera que el caudal resultara suficiente para asegurar el abastecimiento mínimo de cada día. Trabajando con el mayor sigilo posible, acabaron antes de que apuntara la luz del alba.
 
En el castillo pronto se dieron cuenta de la novedad, el aljibe comenzaba a llenarse poco a poco, nadie sabía lo que había pasado, solo el monje y los padres de los niños, quienes al despertarse hallaron una nota en la que decían: «El agua os hará resistir. No os preocupéis, nosotros estamos a salvo en nuestra cabaña del árbol. Vivid el momento presente. Nunca hay que esperar para ayudar a los demás».
 
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.




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