logoIntroduzca su email y recibirá un mensaje de recuperación de su contraseña






                    




articulo

Revelación en dos tiempos

Oreste Paliotti

Circunstancias que llevaron a Chiara Lubich y sus primeras compañeras a descubrir que Dios es amor.
La maestrilla de Trento tenía claro que Dios era amor. Desde pequeña había vivido bajo las alas de la Iglesia y aprendido que Él cuenta incluso los cabellos de la cabeza. Luego, en la Acción Católica había adquirido una formación cristiana inquebrantable. Pero una cosa es acoger una verdad de fe y otra sentirse objeto privilegiado de un amor personal tan grande como Dios. Éste es el quid: Aquél que la había atraído desde su primera juventud, ahora (estamos probablemente en el otoño de 1942) le daba una cita de consecuencias imprevisibles. Es un episodio bien conocido de la historia de los Focolares, pero esta vez lo oímos de los labios de un testigo de excepción. Se trata del padre Casimiro, el sacerdote que el 7 de diciembre de 1943 selló la donación a Dios de Chiara y que, poco después, será el cauce para que en la mente y el corazón de la joven se abra paso por primera vez el misterio del abandono de Cristo. Este franciscano, que hoy tiene más de 90 años, describe así su encuentro con Chiara, cuando ésta aún se llamaba Silvia. «En julio de 1942 me nombraron director de la Tercera Orden y me encargaron que la desarrollara. Yo estaba en el convento de Trento donde también estaba el padre Bruno, director del orfanato de Cognola (la escuela donde Silvia dio clases desde 1940 a 1943, ndr). Un día vino y me dijo: “Tú que te dedicas a la Tercera Orden y buscas colaboradores, ven a vernos a la Obra Seráfica. Hay tres maestritas jóvenes, y entre ellas, una muy buena, Silvia Lubich. Ven a hablarles de san Francisco”. »Ese día, después de hablar del fuego de amor que Francisco tenía por Jesús crucificado y que lo llevó a dejarlo todo por Él, le pregunté a Silvia: “¿Usted qué piensa? ¿Qué me dice al respecto?” Me respondió con estas mismas palabras, que aún recuerdo como si las hubiera pronunciado hoy: “Padre, ¡yo nunca he oído cosas como éstas!”. Me lo dijo con entusiasmo. Y luego añadió: “Yo también quiero tener ese fuego de amor y llevarlo a todas partes”». Poco después, viéndola tan impresionada, el padre Casimiro le preguntó a Chiara si estaba dispuesta a ofrecerle a Dios una hora diaria por sus intenciones. «No sólo una hora –fue la respuesta inmediata de Silvia–, sino toda la jornada». Ante tanta generosidad, al religioso le salió espontáneamente esta afirmación mientras le daba su bendición: «Señorita, recuerde que Dios la ama inmensamente». Si se lo hubiera dicho otro, quizás el efecto hubiera sido distinto. Pero quien le estaba dando este anuncio, que en ella resonó como algo novísimo y fulgurante, era un sacerdote, un hombre al que Dios confería autoridad espiritual. Y Silvia creía firmemente en la Palabra: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha». «Quedó inflamada –recuerda Casimiro– con una adhesión total. Se le notaba en la cara que se trataba de un don de dios. Poco más tarde, cuando le pedí que fuera la maestra de las novicias, me resultó evidente que más que por la Tercera Orden, estaba embelesada, casi cautivada, por ese fuego de amor del que habla san Francisco: En fuego de amor me encendió; fuego que ella quería transmitir a muchas otras chicas que cada mañana, independientemente de mí, se reunían en la iglesia de San Marcos, en la sala Massaia; chicas que ella inflamaba instruyéndolas sobre cosas maravillosas». Como la habían invitado a animar la Tercera Orden franciscana y se sentía atraída por la radical elección de Dios de santa Clara de Asís, Silvia adoptó su nombre, Chiara. Mientras, entre las jóvenes que iban a las reuniones de la sala Massaia, algunas se le unían conquistadas por la misma revelación del amor personal e infinito de Dios, que pasaba de boca en boca. Y así se encendió un fuego que fundía en uno los corazones y ni siquiera los más terribles bombardeos pudieron apagar, ya que a Trento llegaron también los horrores de una guerra de la que hasta ese momento sólo habían oído un eco lejano. Es más, por la violencia y el odio cayó toda certeza y los ideales más sublimes se desmoronaban. Por contraste, a los ojos enamorados de Chiara y sus compañeras, Dios-amor se presentaba como la única realidad no transitoria, realidad que ninguna bomba podía destruir. De esta constatación surgió en ellas la urgencia de que el amor a Dios y al prójimo fuese la finalidad de sus vidas, ya fuera ésta larga o breve, y transmitir a cuantos más mejor, de viva voz o por carta, la “buena noticia”: «Dios te ama inmensamente; Dios nos ama inmensamente». El modo en que este amor se manifestó lo encontramos expresado lapidariamente por el evangelista Juan: «Dios amó tanto al mundo que dio (=entregó a la muerte) a su Hijo unigénito». También Chiara, desde muy joven, tenía el crucifijo como emblema de la máxima donación. Pero la pasión de Jesús es un pozo inagotable del que siempre se sacarán nuevas comprensiones de este misterio de dolor-amor. Y aquí tenemos un segundo episodio, decisivo para Chiara Lubich, del que también fue cauce el padre Casimiro. Se trata de un episodio muy conocido del 24 de enero de 1944. Así es como lo cuenta Dori Zamboni, una de las primeras compañeras de Chiara: «Íbamos a visitar a los pobres y probablemente éstos me contagiaron una enfermedad en la cara. La tenía llena de llagas y los medicamentos no detenían el mal. Con la cara bien protegida, yo seguía yendo a misa y a la reunión de los sábados a la sala Massaia... »Hacía frío y salir en esas condiciones podía ser perjudicial. Mis padres me prohibieron hacerlo y entonces Chiara le pidió a un padre capuchino [el padre Casimiro] que me trajera la comunión. Mientras estaba haciendo mi acción de gracias, aquel sacerdote le preguntó a Chiara cuál había sido, en su opinión, el momento en el que Jesús sufrió más durante su pasión. Chiara le respondió que siempre había oído decir que había sido en el huerto de los Olivos. Pero el sacerdote dijo: “Yo creo, en cambio, que fue en la cruz, cuando gritó: ‘¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’.” »Como había oído las palabras de Chiara, en cuanto el sacerdote se marchó me dirigí a ella, segura de obtener una explicación. Sin embargo, Chiara me dijo: “Si el dolor más grande de Jesús fue el abandono por parte de su Padre, nosotras lo elegiremos como Ideal y lo seguiremos así”». También esta vez, dada la autoridad del sacerdote, Chiara aceptó inmediatamente lo que había oído. Más tarde, esa circunstancia le pareció «la respuesta que Dios daba a nuestras oraciones cuando, fascinadas por la belleza de su Testamento, las primeras focolarinas, todas unidas, le pedimos a Jesús, en su nombre, que nos enseñara a realizar la unidad por la cual Él había rogado al padre antes de morir». Todavía no sabe el Padre Casimiro cómo se le vino a la mente aquella afirmación sobre el abandono de Cristo: «Nunca había leído ni oído nada sobre ese tema, de modo que no sólo no había pensado la pregunta, sino tampoco la respuesta. Fue un golpe de gracia. En cuanto hablé de ese grito, Chiara quedó inflamada». Una vez caídos todos los velos, una luz vivísima sobre Dios amor le había invadido el alma; una luz que el naciente movimiento difundiría primero por toda la región de Trento y luego por toda Italia y por todo el mundo. El anuncio regenerador de un Padre que ama inmensamente a sus criaturas las inducía a recolocar su existencia sobre los carriles del amor evangélico. A esto se añadía inmediatamente después el “secreto” para mantener siempre viva la unidad con Dios y con los hermanos: Jesús en la cruz gritando el abandono, el Dios-amor” de los que han comprendido y hecho suyo el carisma de los Focolares.



  SÍGANOS EN LAS REDES SOCIALES
Política protección de datos
Aviso legal
Mapa de la Web
Política de cookies
@2016 Editorial Ciudad Nueva. Todos los derechos reservados
CONTACTO

DÓNDE ESTAMOS

facebook twitter instagram youtube
OTRAS REVISTAS
Ciutat Nuova