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La marea

Daniel Barcala

Pequeños empresarios, autónomos y asalariados son víctimas de una crisis forjada por todos.
La generalización de un hábito de consumo desmedido, y otro inversor y productivo descarnadamente especulativo, nos han convertido en causantes y víctimas del daño. Para afrontar la situación se van a instrumentar medidas contra los menos responsables: futuras madres, pensionistas, personas dependientes, aspirantes a la jubilación, empleados públicos…, imponiéndoles sacrificios que luego, cínicamente, se agradecen. Además se anuncia una reforma laboral que, según no pocos expertos, reducirá derechos sin crear empleo. Medidas todas, en suma, que se prevén poco eficaces y que obedecen a la voluntad de los “señores de los mercados” impuesta a toda la sociedad. La verdadera fuente de este mal son las conductas financiero-bancarias, intensificadas en España por la actuación de una legión de especuladores inmobiliarios (tanto grandes empresas como pequeños propietarios), que han quebrado el sistema anegándolo de deuda privada e induciendo deuda pública. Los ideólogos neoliberales aprovechan la situación exigiendo una serie de cambios contra el Estado del bienestar que, de darse, generarán consecuencias sociales negativas. Simultáneamente, los neoliberales pragmáticos practican una actividad financiera agresiva: encubren bajo el nombre de “libertad económica” su interés, dirigiéndose contra los Estados y minando sus políticas sociales. Y esto lo hacen las entidades bancarias que se han beneficiado de ingentes cantidades de dinero público para ser reflotadas. Se pone en evidencia que estamos ante un sistema fracasado. El abandono neoliberal de la política y sus valores para entregarse a los poderes económicos (a partir de Reagan, Thatcher, Blair y epígonos), no puede garantizar ni el equilibrio social ni la buena marcha de la economía. Hace falta una restauración de la política que se oriente a la administración de los asuntos generales y a la coordinación de los diversos intereses públicos, privados y sociales, y que sea capaz de poner freno a una dinámica cada vez más susceptible de ser definida como “dictadura financiera”, para fundar como alternativa una democratización de lo económico y una redistribución justa de la riqueza. Conviene preguntarnos dónde quedan la unidad y la fraternidad en esta “merienda de blancos”. Y ésta es precisamente la cuestión de mayor calado, pues hoy se consagra como asumible una economía anticristiana que permite crear grandes fortunas correlativamente a una constante y progresiva expansión de la miseria. Y esto sin escándalo alguno, porque “ésas son las leyes económicas”. Debemos responder argumentando como la Gaudium et Spes: «También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad» (63: AAS 58 [1966] 1084) y como el Catecismo de la Iglesia Católica: «…el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social» (2426).



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