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articulo

No desperdiciar ni un momento

Ana María Gato

Con la madre en el hospital, la familia se trastorna. Es difícil ver lo positivo en estas situaciones.
Ese día los dos pequeños, Julia y Daniel, habían vuelto a dejar huellas de su juego libre y desenfrenado en la casa. Todo estaba en desorden, como corresponde a una familia llena de vitalidad. Manuela, la madre, no dejaba de mirar a su alrededor descorazonada: ¿será posible que las habitaciones recién ordenadas estén así? ¡Qué impotencia!, y ¡qué desasosiego! Todo el trabajo que hacía era inútil, todos los días había que empezar desde el principio. No hacía más que «servir». El primer periodo de su matrimonio fue precioso; luego llegaron los dos niños, a los que quería un montón, pero a Manuela le parecía que todo se quedaba en los mismos hechos rutinarios y aburridos de siempre. Ese día, además, un gran cansancio estaba acentuando su maltrecho estado de ánimo, cuando sonó el teléfono. Era del hospital. Respondió con monosílabos, pues estaba asustada. Tenía que ser hospitalizada, ya que unos análisis habían revelado que tenía leucemia. Se sentía como un ladrón mientras iba metiendo lo que le hacía falta en una bolsa. Todo el desorden que la rodeaba iba a adquirir un significado bien distinto... Los niños, aunque estaban bien con los abuelos, echaban de menos a su madre, mientras ella, en el hospital, se debatía entre la angustia de haber dejado tirada a su familia y la desesperación por un futuro incierto y hasta quizás dramático. En el hospital, las mañanas transcurrían entre exámenes, consultas, prescripciones y terapias. Manuela echaba de menos sus jornadas hogareñas al lado de su marido y sus hijos, y se preguntaba cómo había podido llegar a subestimar un papel tan fundamental para la serenidad de su pequeña familia, dejándose ganar por el cansancio. Francisco, acostumbrado a un nido familiar siempre en movimiento y lleno de juguetes, no se sentía bien en una casa vacía. Estaba preocupado por su mujer y le afectaba enormemente la incertidumbre de esos momentos. Con todo, había conseguido serenarse porque había podido hacer una lectura distinta de los acontecimientos. Dios podía sacar algo bueno de lo malo. Había que confiar en Él para poder sentir su fuerza, como sangre caliente, y podrían pedirle con libertad que querían criar juntos a sus hijos. Podían pedir la vida. Recuerda Manuela: «Ésa era nuestra gran esperanza. Al cabo de cinco meses me dieron el alta y volví a casa. Durante todo ese tiempo las familias amigas nos ayudaron mucho». Los cuatro años siguientes vieron crecer a sus hijos, pero siempre alertas ante la posibilidad de que la enfermedad se volviera a manifestar. Y de hecho ocurrió. Para ellos fue trágico, como cuando torna la oscuridad y las facciones de los rostros se desdibujan. Pero no estaban solos. Muchos amigos estaban con ellos y los ayudaban con su apoyo y con su fe. Así lo recuerda Francisco: «Mucha gente se apiñó a nuestro alrededor, y yo le decía a Manuela que era imposible que tras todo esto no hubiera un proyecto de amor». El estilo de Manuela en el hospital era poco habitual. Se había impuesto a sí misma que tenía que querer a todos y hasta el personal sanitario recibía particulares atenciones de esta enferma «especial» que ponía sus esperanzas en Otro y «desobedecía» los consejos de los médicos de no tener visitas externas, con tal de recibir la eucaristía. Francisco se acuerda muy bien de aquel fin de año: «Sí, aquellos días puse todo mi empeño. Recuerdo que Manuela tenía una tos que la consumía. Y de pronto le salió una invocación que era una oración suplicante. La tos se le cortó y pudo dormir unas horas. Los demás celebraban la fiesta, pero a mí me parecía algo pasajero, mientras que el amor en el dolor por mi mujer era lo que quedaba. Me sentía como bajo el peso de una cruz, aunque por dentro una voz me decía: “Vive cada momento con todo tu amor de esposo, del resto me encargo yo...”». Solemos huir del dolor, pero cuando te llega, ahí está, complicándote la existencia. A no ser que... lo deposites en el banco del cielo para que se transforme en amor. No sabes dónde ni cuándo se “invertirá”, ni sabes qué frutos dará. Sólo sabes que no has sufrido en vano. Esto es lo que daba ánimos a Manuela: «Durante aquellas largas jornadas rezaba y le pedía a Dios: “Haz que este sufrimiento mío sea por el bien de quien está más lejos de ti, de los que son indiferentes, de los últimos”. Y le daba las gracias por todos los que rezaban por mí. Eran muchos y yo los sentía muy cerca. Me sentía como envuelta por el amor del Padre. Han pasado diez años, pero esa unidad ha dejado huellas indelebles. La terapia ha afectado a mi salud y no me faltan dificultades, pero se nos ha dado otra oportunidad. La vida está llena de momentos que no hay que desperdiciar». Una vez superada esta tormenta, Francisco ha constatado que les está cambiando la vida. Ahora hay otras prioridades y se ha vuelto importante «dar precedencia a las cosas esenciales, que a veces supone ir a contra corriente. Es cómodo encerrarte en tus cosas y pensar en ti mismo, pero es más cierta esa promesa: buscad las cosas de arriba y todo lo demás se os dará por añadidura». Ésta es la experiencia de Manuela y Francisco. Su vida de fe es el testigo que quieren pasar a sus hijos, convencidos de que a los jóvenes les hace falta eso: adultos coherentes, capaces de entusiasmarse, de tener confianza y de señalar hacia una meta.



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