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Como los átomos, creando relaciones

Elena Granata


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Desde hace años me vengo fijando en cómo se colocan mis alumnos en el aula y cómo se generan espontáneamente los grupos. 
 
Dado que son de primer curso en la facultad, lo normal es que lleguen del instituto y que aún no haya relaciones significativas entre ellos. En las primeras filas se posicionan las chicas y los chicos más motivados, en la franja central suele haber un grupo heterogéneo de estudiantes, y en las últimas filas se sientan los estudiantes que potencialmente corren más riesgo de dejar los estudios, salvo los casos excepcionales de estudiantes tímidos, que se ponen en la última fila y al final acaban siendo los mejores.
 
Por lo general la tendencia es mantener siempre el mismo lugar –me facilita el poder recordar sus nombres– y los grupos que se forman también duran todo el curso. Esto resulta muy útil durante su vida universitaria, de hecho se dice que los arquitectos están entre los pocos adultos que conservan sus amistades universitarias durante toda la vida porque se han acostumbrado a trabajar en equipo desde el primer curso.
 
Ahora bien, el problema aparecerá cuando terminen los estudios. Correrán el riesgo de tener muchos amigos muy parecidos a sí mismos, todos ellos buscando trabajo en los mismos ámbitos, reduciendo así sus posibilidades de encontrarse con gente distinta. Y es que muchas de las oportunidades que se les presenten a lo largo de la vida dependerán de la posibilidad de encontrarse con gente distinta de ellos, o de ir a sitios que no conocen, o de hacer experiencias que no habían programado. De ahí es de donde surgen las grandes ocasiones para seguir creciendo.
 
Según la profesora norteamericana Tanya Menon, experta en dinámicas de grupo, debería proponer a mis alumnos que cambien de lugar, con el fin de generar grupos heterogéneos. Las costumbres y las repeticiones, hacer siempre lo mismo, comer en los mismo sitios, limitan nuestra vida y reducen las posibilidades de encuentros imprevistos, que son los que nos pueden ayudar en un momento dado. Todos aplicamos automáticamente filtros sociales y ambientales que nos llevan a encasillar a las personas y a refugiarnos entre las que se parecen más a nosotros. O sea, vivimos como en un tren, aferrados a nuestros compañeros de viaje, sin caer en la cuenta de que somos como los átomos, que cuanto más se mueven más energía generan al chocar con los demás. 
 
La biodiversidad es lo que permite multiplicar la fuerza de las relaciones y sus posibilidades. Lo veo constantemente en mis alumnos internacionales. Adel, un estudiante iraní, empezó la universidad sin conocer la lengua y sin relaciones sociales. Al cabo de tres años ya colaboraba en una asociación cultural para extranjeros, encontró trabajo, tenía buenas amistades, hablaba fluidamente y había encontrado casa. Paradójicamente, su energía se había alimentado de la necesidad.




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