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SABER MIRAR

Francisco Sánchez Abellán

“La casa iluminada”
“La casa iluminada”, de la serie “El sonido interior”. Ignacio Llamas, 2003. Madera, luz y sonido, 85 x 110 x 55 cm. Ignacio Llamas vio la luz en Toledo en 1970. Hombre de largos silencios en luz sosegada, nos abre las puertas de su “castillo interior” a través de esta modalidad artística: estructuras cerradas y abiertas a la vez que atraen la atención y permiten deambular por las galerías inéditas del alma. La casa iluminada adquiere en la fotografía coloraciones y matices no calculados ni percibidos al ver la obra directamente. Diría que, sin pretenderlo, ha logrado dos obras en una: la volumétrica y sonora, y la fotográfica. Es un regalo para la vista la caja grande que custodia el misterio apenas desvelado en las fotos. A diferencia de las cajas de Jorge Oteiza, saciadas por la luz del paisaje, la belleza de La casa iluminada es interior. La cuidada proporción volumétrica y el acabado y textura de los rectángulos invitan a conocerla. La parte frontal, en ocre claro con atisbos simétricos de veteado en la base, se diluye en el camino por respeto a la limpieza del lienzo. Las aristas de los rectángulos lateral y superior ya se han adelantado en el arranque del veteado. Pero todo se redime en el brillo rectangular de la tapa superior, puerta de luz y acceso a la casa por donde nos asomamos. Si “la belleza de la hija de Sión está dentro”, dentro encontramos el alma del artista lo suficientemente abierta para permitir saciar el deseo de intimidad coloquial, al tiempo que deja en suspense un misterio más intuido que desvelado. Es el alma humana que no termina de manifestarse por la pobreza de la expresión formal del lenguaje. El primer interior con departamentos estancos nos conduce de estancia en estancia a través de planos y diversa luminosidad. Cada visitante puede moverse libremente por ese “laberinto” de intimidades sin profanar las ajenas. La luz se va difuminando hasta perderse en la misteriosa profundidad del fondo. La foto de la izquierda, evocadora de sombríos muros faraónicos, es de una belleza extraordinaria. La mirada se lanza a la pared del fondo redimida de la penumbra por la puerta transida de luz, que nos invita a pasar y desvela la delicada armonía en la simplicidad de líneas. Y el color, casi innominado, lo suficiente para despertar el deseo interior de cruzar el umbral y tomar un baño de luz liberadora que nos conduzca a otras y otras moradas, de las muchas “que hay en la casa de Padre”. El alma –casa iluminada– de Ignacio Llamas queda abierta para quien busque una cura de sosiego compartido.



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