Obras son amores y no buenas razones, dice el refrán. A su modo remite a la fórmula: la verdad se realiza en la caridad, desarrollada en la Carta a los Efesios y que remite al concepto de «verdad» forjado por el pueblo de Israel dialogando con su Dios. Muy en síntesis viene a significar que la verdad, más que una idea clara y definida, es un «hecho», un evento que muestra quién es Dios y quién es el hombre cuando actúa según la alianza con Él establecida.
Por tanto, la verdad que propone el Evangelio no es tanto una doctrina, sino un testimonio de amor, un hecho realizado por amor al otro y, porque es amor, toca los corazones y transforma las mentes. Llegar a entender y aplicar esto en las innumerables circunstancias de la vida personal y social probablemente sea el reto más radical y que más interpela a los cristianos.
Entendámonos: no se trata de «buenismo», sino de algo que tiene en cuenta el «tome su cruz», porque afronta los conflictos, las confrontaciones y las contradicciones. En el lenguaje del carisma de Chiara Lubich sería: «reconocer el rostro de Jesús abandonado»… y abrazarlo.
Transmitir esta «verdad» le ha requerido a la Iglesia a lo largo de los siglos abrir bien los oídos para atender a la voz del Espíritu, a fin de adaptarse creativamente a los tiempos. En su libro Naturaleza y misión de la teología, Joseph Ratzinger afirma que «por tradición no hemos de entender una suma de afirmaciones bien estructuradas que hay que transmitir intactas, sino la expresión de una progresiva asimilación, mediante la fe, del evento testimoniado por la Escritura».
La concreción de la fe y la búsqueda de la verdad, pues, no es algo ajeno a la vida cotidiana. Al contrario, nos encontraremos ante situaciones y circunstancias en las que habrá que optar por las «obras» o quedarse en las «razones».