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Pintor de dragones

Pilar Cabañas Moreno


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Cada tarde, al salir del cole, Juanjo iba con su madre a casa de los abuelos. Su abuela preparaba la merienda más rica del mundo y su abuelo contaba cuentos mejor que nadie. Esa tarde entró como un correcaminos y pilló al abuelo un poco traspuesto en su sillón, pero lo espabiló enseguida. 
–«¿Qué cuento vamos a leer hoy?», preguntó el muchacho. 
–«Vamos a ver, déjame que me espabile y trae el libro. ¿Qué tal en el cole?», le preguntó interesado. 
–«Bien, pero… ¡hay en mi clase un niño más tonto…! Ha venido de China y nunca sabe lo que hay que hacer», explicó Juanjo. 
El abuelo pensó un poquito y dijo: «Leeremos el cuento del pintor de dragones». 
Érase una vez un niño llamado Feng al que le gustaba muchísimo pintar. Si no tenía pincel o lápiz, arañaba la tierra con un palito, y si no, dejaba caer agua sobre el suelo como si fuera tinta y esperaba a que la flor o el ciervo dibujados desaparecieran según se secaban. Sus padres decidieron que aprendiera con el maestro Shitao, un artista muy renombrado.
El primer día el maestro le preguntó qué quería aprender y el niño, sin dudarlo un momento, contestó de corrido: «Quiero aprender a dibujar dragones porque tienen ojos de langosta, cuernos de ciervo, morro de camello, nariz de perro, bigotes de pez gato, melena de león, cola de serpiente, escamas de pez y garras de águila, y son muy difíciles de pintar».
El abuelo interrumpió la lectura. 
–«Debo aclararte, Juanjo, que en China los dragones no son considerados monstruos malévolos, sino criaturas sabias, poderosas y benévolas, cuya presencia es sinónimo de buenos augurios. Lo digo porque parecía que ponías cara de susto». 
–«No, no, para nada», dijo Juanjo.
–«¿Has visto alguna vez un dragón?», preguntó el maestro a Feng. 
–«¡No, pero me los imagino!», dijo él muy seguro. 
–«Pinta uno», le pidió Shitao ofreciéndole una hoja de papel, tinta y un pincel. 
El niño se puso a ello. Los había dibujado muchas veces y esperaba que le saliera lo mejor posible.
Al darlo por acabado, el maestro lo tomó y lo clavó en la pared. Juanjo pensaba que le indicaría lo que estaba bien, lo que estaba mal y cómo corregirlo. Pero, tras un largo silencio le preguntó: 
–«¿Estás dispuesto a hacer lo que yo te diga?». 
–«Sí, claro», contestó Feng cogiendo de nuevo el pincel. 
–«Entonces, cada mañana temprano, cuando la bruma sigue pegada a la montaña, debes subir hasta la cueva de los dragones y, agazapado para no molestar, observarlos. Después, con el sol de mediodía vendrás al taller a pintar». 
–«¡Bien! Llevaré mi cuaderno de apuntes», dijo Feng. 
–«No –respondió el maestro–, solo debes disfrutar contemplando su figura, sus movimientos, sus gestos, su carácter…». 
Y así lo hizo Feng, ¡aunque le daban unas tentaciones enormes de llevarse su cuadernillo! Con el tiempo los dragones llegaron a considerarlo de la familia, incluso llegaba tarde al taller, entretenido jugando con los pequeños. 
Transcurridos unos años Shitao pensó que ya no podía enseñar nada más a Feng. Un día, cuando el muchacho regresó de la montaña, le facilitó un papel muy especial, del bueno bueno, para que pintara. Feng respiró profundamente, cerró los ojos para concentrarse y sintió la presencia viva del dragón, cómo se movía veloz y agitaba las alas, cómo ondulaba su cuerpo e invocaba la lluvia, cómo custodiaba la sabiduría acumulada por los hombres durante siglos… Lentamente abrió los ojos, sostuvo el pincel con seguridad y, sumergiéndolo en la tinta, comenzó a pintar su dragón.
Cuando acabó, se inclinó sobre él en actitud de agradecimiento y respeto, y miró al maestro, sonriente mientras una lágrima corría por su mejilla. Era el dragón más hermoso que había visto jamás. Sacó entonces los dibujos que Feng había ido haciendo a lo largo del tiempo: 
–«Quiero que los mires y los compares», le dijo. 
Feng advirtió que, evidentemente, había ido mejorando su técnica, pero el gran cambio estaba en que había conseguido que fuera más real, no algo imaginado y sin vida; había captado la esencia del dragón. Entonces el maestro le explicó: 
–«Para pintar un bambú hay que convertirse en bambú. Para pintar una orquídea hay que convertirse en orquídea. Para pintar un dragón hay que convertirse en dragón». 
Desde entonces a Feng se le conoció en toda China como el pintor de dragones.
–«Y colorín colorado, el cuento se ha acabado», dijo Juanjo. 
–«¿Sabes una cosa? –preguntó el abuelo–. En China no hablan español, ni utilizan nuestras letras para escribir, toman sopa por la mañana, sustituyen el pan por arroz blanco y prefieren beber el agua caliente». 
–«¡Alaaa, qué raro!», exclamó Juanjo. 
–«Raro no, distinto –corrigió el abuelo–. ¿Te extraña que tu compañero chino no se entere de nada? Haz como Feng con el dragón; intenta ponerte en su lugar y probablemente lleguéis a ser grandes amigos».
Pilar Cabañas Moreno
Ilustración: Blanca López Cabañas
 




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