El panorama político actual ha convertido el diálogo en una necesidad esencial que los ciudadanos esperan y demandan a las distintas formaciones políticas.
Es la hora de los «parlamentos», la hora de la esperanza, la hora de dialogar. No sirven solo conversaciones y «negociaciones» para formar gobiernos que tengan cierta estabilidad y que ahí acabe toda disposición al diálogo. La sociedad quiere y necesita creer que es posible un diálogo abierto y sincero, un diálogo entre todos y de todos.
Nuevos acuerdos y pactos
Las últimas elecciones, tanto las municipales y autonómicas de mayo como las catalanas en septiembre y las generales del pasado diciembre, dan como resultado unas corporaciones locales, unos parlamentos autonómicos y unas Cortes Generales ricas en diversidad y a la vez complejas en su funcionamiento, hasta entonces habitualmente marcado por mayorías absolutas. La fragmentación y la pluralidad se han vuelto características comunes.
Estas circunstancias obligaron a las formaciones políticas a buscar nuevos acuerdos y pactos para hacer gobernables los Ayuntamientos y las Comunidades Autónomas. Se han originado nuevas situaciones y se ha llegado a adoptar acuerdos de consecuencias imprevisibles en un futuro más o menos inmediato.
Tal diversidad obligó a nuestros políticos a iniciar aprendizajes que les permitiesen dialogar de forma más abierta, a buscar los posibles acuerdos «en aquellas cosas que nos unen, que son más que las que nos separan», como reconocía un alcalde en su discurso de investidura, y como ha afirmado el presidente del Congreso, Patxi López, en la sesión de constitución del mismo.
La diversidad como riqueza
La noche del 20-D escuchamos a los líderes políticos hablar de esta necesidad de diálogo y manifestaron su disposición a hablar con todos. Pero pasa el tiempo y el desánimo y la aritmética de las alianzas deja entrever que en lo único que parecían estar de acuerdo es en que «había que dialogar». ¿Pero cuáles son las premisas para que el diálogo sea fructífero?
Los partidos políticos interpretaron los resultados de forma diferente, pero los problemas de la sociedad son comunes: pensiones, desempleo, salarios, educación, sanidad, deuda pública... Posiblemente no se pueda alcanzar una posición común y única, pero es el momento de ser creativos, imaginativos y tener voluntad, convencimiento e iniciativa para dar pasos firmes hacia soluciones que beneficien a todos y no perjudiquen a nadie.
La urgencia de este nuevo diálogo lleva a reconocer la diversidad como riqueza, y no como problema; obliga a los políticos a disponer su ánimo a la recíproca aceptación, en la perspectiva de una auténtica colaboración. ¿Es posible conciliar las distintas interpretaciones de los resultados electorales? Para unos hay un mandato de cambio, para otros de continuidad, hay quien concluye que es necesaria una revolución y quienes hacen una lectura en clave desintegradora. ¿Se pueden aunar estas distintas interpretaciones? ¿En qué se coincide?
Mirar hacia el bien común
Hasta ahora parece que los esfuerzos se han dirigido a marcar las «líneas rojas», pero poco se habla de acercar posturas y de las cesiones a las que cada uno está dispuesto en pro de un proyecto común. Más importante que las posibles alianzas y coaliciones para formar gobierno es fijar los objetivos y sentar las bases de esta nueva etapa. Es el momento de ejercer como «parlamentarios», y no solo como «gobernantes».
Es posible que haya que reformar el sistema pero, mientras tanto, hay que aprovechar los mecanismos que permitan dialogar para llegar a acuerdos en el Congreso. Hay que mejorar en diálogo y en capacidad para ceder, y mirar hacia el bien común siendo generosos para que el diálogo sea un ejercicio de respeto y responsabilidad.
Este ejercicio de diálogo exige mirarse a la cara con ojos fraternos, tanto los políticos como los ciudadanos. Puede suponer un gran revulsivo para la política, una nueva revolución social. También es necesaria una gran dosis de racionalidad, de conocimiento del otro para comprender sus motivaciones y sus dudas, para buscar la raíz de cómo abordar los problemas, cómo analizar las posiciones, ideológicas o procedimentales, que nos separan y nos enfrentan. Quizás en el ámbito político falten personas que faciliten el diálogo entre las distintas formaciones.
Fraternidad, categoría política
Un diálogo así generará un tipo especial de relación que requiere un propósito de autocorrección, de estima mutua, de simpatía y de bondad. La claridad en las ideas, el posicionamiento en los principios no tienen por qué estar reñidos con la afabilidad de las personas. No ser orgullosos, ni hirientes ni ofensivos y dar paso a modos no violentos, llenos de generosidad y paciencia, permitirá ofrecer la verdad de lo que se expone sin que las aportaciones de unos y otros sean interpretadas como un mandato o una imposición, creando ámbitos reales de auténtica fraternidad.
Si «el encuentro entre culturas crea una nueva identidad», como afirmaba María Voce, presidenta del Movimiento de los Focolares, el pasado mes de abril en la ONU, un diálogo continuo y fecundo, que no se limite a la tolerancia o al simple reconocimiento de la diversidad y que genere nuevas relaciones fraternas en el seno de las formaciones políticas y de la sociedad, renovará a las personas y creará una nueva identidad social, más amplia, común y compartida. Estamos ante una nueva oportunidad para practicar la fraternidad como categoría política, convirtiéndola en fuente inagotable de lucidez para encontrar las soluciones más idóneas a los problemas de la sociedad.