Ha pasado casi un mes desde los atentados de París. En la conmoción por la masacre, todos nos hemos sentido Charlie, porque la sangre derramada no tiene ni puede tener justificación alguna, pero considerando los acontecimientos en la distancia y con mayor objetividad, muchos no nos sentimos Charlie, porque la cultura de la ofensa y de la blasfemia del semanario satírico Charlie Hebdo no es la nuestra.
En esos días el papa Francisco se hizo eco del sentir de millones de personas que no comparten la idea de que el derecho a la libertad no tiene límites, más aún si esta se entiende como libertad para ofender. Una sociedad que pierde el sentido del límite es una sociedad que ha perdido el sentido del bien común.
Al mismo tiempo, hemos podido comprobar la poca relevancia que se les ha dado en comparación a muchos otros atentados terroristas recientes, como la matanza de 130 niños en Pakistán o los asesinatos en masa en Nigeria. Por desgracia, parece que los muertos no occidentales tienen menos valor y menos peso político sobre la conciencia de la comunidad internacional.
Lo positivo de las enormes manifestaciones tras los atentados de París es que entre los manifestantes había musulmanes, judíos, cristianos y fieles de otras religiones unidos para gritar «no» al terrorismo. Ahora se trata de valorar y fomentar ese diálogo constructivo, colaboración y estima entre todos.
El compromiso para construir la fraternidad universal en nuestro entorno debe ser constante. El enriquecimiento recíproco que supone la diversidad de credos y culturas con las que cada vez más estamos en contacto nos indica que está teniendo lugar un proceso importante que no hay que subestimar solo porque todavía no es políticamente relevante ni tiene un eco mediático.
La religión no puede ser pretexto para la guerra o la violencia, sino factor de paz y motor de progreso hacia un mundo más libre y respetuoso, en el que las diferencias puedan convivir y, a ser posible, armonizarse.