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articulo

Arrugas de colores

Mª José Munár

Los episodios cotidianos pueden llegar a tener un significado que trasciende el mismo hecho, depende de cómo uno los vive.
Fue el día 7 de agosto por la mañana; lo recuerdo bien. Kiko se había ido a dar su paseo y yo me puse a planchar. Tenía en mi mente todo lo vivido en la Mariápolis, de la que habíamos vuelto el día anterior, y me venían tantas cosas que quise empezar a escribirlas. Mientras estaba planchando, se sucedieron cuatro hechos que me dieron pie para meditar. Son episodios caseros que parecen no tener sentido, pero fueron clave para desnudar mi corazón. Conforme ocurrían, los anoté en un papel. El primero. Planchando un polo de Kiko vi que un hilo sobresalía en la manga. Ya lo había visto el día que lo llevaba puesto en la Mariápolis y lo estiré un poco, pero se resistía y lo dejé. En aquel momento me dije: ya lo cortaré en casa. Y eso he hecho ahora, coger las tijeras y cortarlo. El hilito me ha hecho pensar que a veces me precipito en las decisiones o en las conversaciones y tiro del hilo y estropeo el dobladillo. Debería esperar el momento de tener en mis manos unas tijeras para hacerlo bien y con calma. Soy demasiado explosiva y creo que en ese aspecto debo trabajarme. Así que: tener más paciencia, saber escuchar y ante todo amar, amar más profundamente…, tener siempre a mano las tijeras. El segundo. Estaba planchando luego un pantalón y vi que tenía dos manchas. Lo primero que pensé fue: ¡son de aceite; lo tengo que volver a lavar! ¿O son de agua? Puse la plancha en la tela y cuál fue mi sorpresa al ver que desaparecían. Me sentí aliviada pues no tenía que volver a lavar el pantalón: de la plancha a la percha. Ese detalle me hizo profundizar en lo siguiente: no juzgar. Y me acordé de un caso que me ocurrió en una excursión durante la Mariápolis. Había una pareja que se quedaba siempre atrás con las explicaciones de la guía y yo tenía que llamarles la atención para que el grupo siguiese el ritmo, pues el tiempo apremiaba si queríamos verlo todo. La tercera vez que se retrasaron pensé: éstos lo hacen a propósito. Hacían fotos y eran siempre los últimos. ¿Les habré caído mal por mandona? Bueno, no creo que se pierdan, pues ya son mayores. Al día siguiente, en la cena, ella se puso a mi lado y su compañero en frente. En un momento de la conversación, sin que él lo oyese, me dijo que era su hermano y que tenía problemas de salud. Y añade: por eso en la excursión me quedaba con él disimulando que hacía fotos. Creo que tenía necesidad de decírmelo, aunque no le pregunté, porque algo había notado en mí y quiso aclararlo. La había juzgado sin conocerla... La mancha no era de aceite, tan sólo era agua. El tercero. Cuando fui a colocar la ropa en el armario me di cuenta de que a una percha le faltaba una goma en forma de tapón en un extremo. Recordé que cuando en casa aparece algo que no sé qué es, lo meto en un tarro. Fui a mirar en el tarro y allí estaba la goma. Quién sabe cuántos años llevaba allí. ¡Que alegría me dio! Ese pequeño tapón tanto tiempo guardado me trae a la memoria algo grande que he vivido en la Mariápolis. Un día, en el comedor, se sentó frente a mí un historiador. Me quedé embelesada escuchando como hablaba. Algo me cautivó de él. Más tarde me enteré de que era sacerdote. Al día siguiente coincidí con él. Estaba con otras dos personas y parecían esperar a alguien. Como ya nos conocíamos, me acerqué y le dije que quería compartir con él algo personal. Nos retiramos un poco para poder conversar en privado y le conté lo que necesitaba compartir, sabiendo que era sacerdote. En ese corto rato alguien lo llamó y le dije: «Vaya, que no lo quiero entretener». Pero él dijo: «Cuando Dios nos pone a alguien delante, lo demás puede esperar. Quiero darte la absolución». Me dijo unas palabras más y con sus ojos cerrados marcó la señal de la cruz en mi frente. Segundos después fui consciente de que había retomado el sacramento de la confesión tantos años en letargo. Fue como el tapón perdido pero guardado que ocupaba de nuevo su sitio en la percha. Me siento feliz por esa gracia que recibí sin ser consciente de que la iba a vivir en la Mariápolis. Y el cuarto. Cuando recogí la tabla de planchar vi al trasluz en el pasillo algo alargado. ¡Qué sorpresa! Era el bastón de una figurita de cerámica muy significativa para mí. Cuando fui a colocar el bastón, se me cayó detrás del mueble. Con paciencia y fuerza lo moví para cogerlo y aproveché para quitar las pelusas. A veces en la vida hay cosas que por casualidad se nos caen de su sitio sin saber cómo ni por qué. Y puede que ante tal hecho nos precipitemos y empeoremos más las cosas. Pero he aprendido, y sigo aprendiendo, que ante las dificultades ahí está Jesús que me ayuda. Su mano y su fuerza están siempre a mi lado. Me ayuda a mover mi corazón a veces cansado. A Él le debo el tener unas manos para mover el mueble, coger lo que se ha caído y limpiar ese polvo que se ha acumulado en mi corazón. Para colocar todo en su sitio, necesitaba perdonar muchas cosas. Y el simple episodio del bastón me ha hecho limpiar mi corazón y empaparme del Amor, que me ayuda y sé que estará siempre para todo. La Mariápolis me ha hecho reflexionar, me ha empujado hacia lo alto. Soy consciente de que mi familia ha aumentado, que debo tomar ejemplo de detalles y personas que he conocido. He sentido el amor reciproco y deseo con fuerza llevar el testigo hacia los que me rodean. Siempre con la ayuda de Jesús, mi gran amigo.



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