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Espiritualidad

Igino Giordani

La revolución del Evangelio
La finalidad de la redención es congregar a los hombres, que estaban dispersos, para que vuelvan a forma una comunidad, un objetivo del amor que hace de todos uno. Alguien que liberase a la raza humana del sufrimiento físico y moral, de la miseria económica y espiritual, de la guerra y de la destrucción, de la traición y de la muerte, y diese a cada uno una ración justa de alimento y de alegría, de salud y libertad, en una convivencia exenta de cargas bélicas, ése sería considerado como el mayor benefactor: un padre universal. Ése fue Cristo y ése es. Pero no todos aceptan el beneficio que Él proporciona. Sus fórmulas para devolver la salud chocan contra una barrera de sofismas, y muchos rechazan la renuncia al mal que Él pide para alcanzar el bien. Y es que hacer el bien cuesta y la libertad se ejerce con esfuerzo. La lucha contra Él y contra su herencia está provocada por esta innovación, que cercena el egoísmo del hombre. Todos los parásitos, los explotadores, los privilegiados, los déspotas se han rebelado y se rebelan contra un sistema que en lugar de desconfianza, rapacidad y envidia, busca el bien de los demás como condición para conseguir el propio bien. A este respecto, la revolución del Evangelio es impresionante, casi sobrehumana, porque echa abajo ese culto de la persona, ese egoísmo que se cultiva, escondido o manifiesto, en el corazón de la mayoría, si no en el de todos. Ultrahumana, sobrehumana, de hecho es divina: participación en la naturaleza de Dios, el cual da, no toma, porque es amor. Para que dicha palabra no se disipe en fantasmas, incluso entre los seguidores de la cruz, Jesús define su acción concreta con un vocablo escalofriante: servicio. Y en el servicio –amor en acción, realizado con plena libertad– pone la piedra angular de la ciudad nueva. No le resulta fácil al hombre aceptar esta disminución de sí mismo, llevada hasta el anonadamiento, como si se desinflase. Pero sobre este aspecto, que es central, el Evangelio tampoco ofrece deleites, pide sacrificios. Sus preceptos son cristalinos y Cristo los encarna: «Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto» (Jn 10, 9). (Tomado de «La rivoluzione cristiana», Ed. Città Nuova, Roma. Traducción de Eduardo Ortubia)



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