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¿Discusión bizantina?

José María Poirier

El limbo, hipótesis desechada
La teología medieval había creado la idea de un lugar ambiguo en el más allá, sin dolor ni presencia divina, donde estaban los justos de la antigüedad precristiana y los niños muertos sin bautizar. La comisión teológica internacional, con aprobación de Benedicto XVI, ha dejado sin efecto esa teoría.

La Real Academia Española define limbo (del latín, limbus, límite) como el «lugar o seno donde, según la Biblia, estaban detenidas las almas de los santos y patriarcas antiguos, esperando la redención del género humano». Y agrega también: «lugar adonde, según la doctrina cristiana, van las almas de los que, antes del uso de la razón, mueren sin el bautismo». María Moliner, en su estupendo diccionario de uso de la lengua castellana, además de definir limbo como «orla del vestido» o «lugar de ultratumba», explica la expresión «estar en el limbo», es decir: «estar distraí-do y atontado; no enterarse de las cosas que se dicen o de lo que pasa». Bien podría jugarse, entonces, con la paradoja de que quien no se había enterado de la inexistencia del limbo es, en realidad, porque estaba en el limbo. En efecto, la Comisión Teológica Internacional, en un reciente documento de 41 páginas, supera la concepción del limbo y da por terminada esa "hipótesis" de la teología medieval por considerarla restrictiva del amor y la misericordia de Dios. Una hipótesis teológica Si el bautismo era la única puerta de la salvación, se tornaba necesario encontrar un lugar o "estado" donde fueran a parar quienes habían vivido antes que Jesús, los justos que no lo habían conocido o los niños que no habían recibido el sacramento por haber muerto muy pequeños. No resultaba una salida justa la tendencia a considerarlos condenados eternamente. El limbo, pues, fue una hipótesis lógica que ideó la teología del siglo XIII para no mandar al infierno a justos e inocentes no bautizados. Se trataba de un estado de "felicidad natural" después de la muerte, pero que no llegaba a ser el Cielo ni el purgatorio (en cuanto la purificación suponía después la visión beatífica). Se resolvía así, de manera elegante, el dilema de no tener que condenar a quien no había pecado mortalmente ni salvar a quien no había optado por Cristo. Quedaba en el aire el tema del pecado original. Pero ése es otro asunto, y además ninguna hipótesis puede resolver todos los conflictos. Con el Concilio Vaticano II, claramente, el concepto de limbo fue abandonado, si bien nunca llegó a constituir un dogma y, en rigor, ni siquiera fue parte de la "doctrina". El Catecismo de la Iglesia Católica señala: «En cuanto a los niños muertos sin bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven, y la ternura de Jesús con los niños, que le llevó a decir: "Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis" (Mc 10, 14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo». Con el explícito acuerdo del actual papa, quien como teólogo siempre fue contrario a la hipótesis del limbo, la Comisión Teológica Internacional sostiene que hoy hay una mayor conciencia de que Dios es misericordioso y «quiere que todos los seres humanos se salven». En otras palabras, predomina la idea de un Dios que salva y de un bautismo que supera las formas convencionales. La visión de Dante En su obra literaria y teológica monumental, La divina comedia, el poeta florentino Dante Alighieri escribe a comienzos del siglo XIV que en su privilegiado viaje de ultratumba, guiado primero por su admirado Virgilio y luego por su amada Beatriz, antes de conocer el infierno, el purgatorio y el paraíso, pasa por el limbo. Contrariamente a lo que podría pensarse a priori, no se trata de un lugar sombrío o aburrido. En todo caso, «es nuestro castigo vivir sin esperanza y en deseo», pero allí «no había otro llanto que el de los suspiros». Después de recordar la salvación de Adán y de las grandes figuras bíblicas que precedieron a Jesús, Dante se encuentra en el limbo con Homero, «vate soberano», con Horacio, Ovidio y Lucano. Sumados al mismo Virgilio, Alighieri dice haber sido «el sexto entre tamaños genios». Ciertos críticos algo miopes creyeron ver en esta afirmación un gesto de soberbia florentina, sin comprender que el poeta, además de saberse un privilegiado en el universo de las letras, de alguna manera compartía su fe con sus grandes predecesores. También estaba allí Aristóteles (nombrado como «el Maestro»), rodeado por Sócrates, Platón y los grandes filósofos presocráticos. Se suman a los griegos los genios latinos, hombres de letras y de ciencia, e incluso el sabio islámico Averroes (1126-1198): «que escribió el gran comentario del Maestro» a través del cual Tomás de Aquino llegaría a un profundo conocimiento de Aristóteles. Dante no podía dejar de contextualizar su fe en la cultura de su tiempo. Resumía el gran pensamiento medieval y se abría hacia el alba del Renacimiento, que encontraría en su ciudad la primera patria. Toda manifestación de fe se da en la historia. En los tiempos de Dante no era aconsejable dudar del limbo, pero él supo elevarlo a la contemplación amorosa de su espíritu y modificar su significación. Así como en el famoso Canto V del Infierno, frente a los amantes Paolo y Francesca, el poeta no sabe esconder su emoción y se llena de tristeza en el Cielo al sentir la mirada de reproche de Beatriz, también en el limbo parece sentirse tan a gusto como en su casa. Conviene no olvidar que para él, como ya había sucedido con los intelectuales cristianos de los primeros siglos, Virgilio era una suerte de profeta que había anunciado la llegada de Cristo. Se nos ofrece, pues, otra lectura de la historia de la salvación, muchas veces mejor intuida por los poetas que aseverada por los teólogos.



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