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articulo

Lauda magister

Javier Caruda de Juanas


Los veo llegar cada mañana. Sus rostros son una mezcla de preocupación, responsabilidad, impaciencia... Suelen caminar con un vigor que el paso del tiempo les hará abandonar. Se acompañan de carteras, mochilas, rebosantes de papeles. Echan una mirada furtiva para comprobar que todo está correcto y se adentran en el ignoto mundo (para muchos de nosotros) de la enseñanza. Vigilan que sus alumnos lleven el material correspondiente, soportan que los padres les pregunten a cualquier hora del día cuestiones que harían reventar el sandezómetro que debería existir en cualquier centro que se precie, aguantan los continuos retos que les proponen sus alumnos y se ven presionados por la administración para cumplir unos objetivos olvidando que son los responsables de que la semilla del conocimiento, del sentido común, crezca fuerte en ese espíritu infantil que, como el tonto del pueblo, lo mismo da abrazos que sacude estacazos.
Atrás quedaron las vacaciones estivales. Nos hacemos eco del esfuerzo madrugador de los niños, de la cantidad de horas que van a dedicar a su formación (escolar y extraescolar), fijamos programas para prevenir el bullying, les inculcamos hábitos saludables, recalcamos lo importante que es que el niño se divierta, juegue, socialice y hacemos caer sobre los hombros del profesorado el éxito o el fracaso. Ya sabemos aquello de «el profe me tiene manía», aunque nadie es perfecto, claro.
Pero hoy quiero fijar mi atención en el docente para agradecerle públicamente su trabajo. No sé, querido lector, si en tu entorno familiar convives con alguno de ellos. Son muy fáciles de reconocer. Son esos hombres y mujeres que han pasado buena parte de sus vacaciones aumentando su formación en cosas tan extrañas para ti y para mí como la realidad virtual o la inteligencia artificial. Son esos que se autoevalúan diariamente para que sus alumnos (en una sociedad que no es capaz de aguantar la atención más de ocho minutos en cualquier cosa) se centren para realizar un trabajo eficiente y eficaz. Son esos a los que la administración les varía su plan de trabajo, en forma de ley educativa, cada pocos años obligándoles a evaluar de forma diferente, a enseñar también de una manera distinta. Son esos que vuelven a casa sonriendo cuando uno de los peques les ha dado un abrazo sin querer o ha reparado en el corte de pelo de la seño o en la perilla del profe. Son esos que aguantan estoicamente la legión de psicólogos y educadores en que nos hemos convertido los padres. Son esos que se encierran en un aula con 25 chavales, en muchos casos continentes de hormonas desbocadas, cada uno de su padre y de su madre, nunca mejor dicho. Y son esos que, paradójicamente, ven como todo el mundo habla de la importancia de su trabajo pero les ningunean su labor hasta hacerles dudar si deben tomarse la pastilla para crecer o la pastilla para menguar, como Alicia.

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