Imaginemos –esto le ocurre a muchas personas– que tenemos que tomar regularmente un medicamento que quizás es el que me mantiene en vida. Imaginemos también que un día el laboratorio farmacéutico que lo produce comunica que dejará de fabricarlo porque lo usa muy poca gente y es antieconómico. Lo sentimos pero tenemos que cuadrar nuestras cuentas. Dicho así suena un poco brutal, sin embargo es el riesgo que corren todos aquellos que necesitan fármacos huérfanos, o sea, los que se utilizan para el tratamiento de enfermedades raras. Hablamos de cinco entre cada diez mil personas.
Las razones de tal situación podemos intuirlas. Estas empresas tienen que invertir cifras de seis ceros en investigar y desarrollar medicamentos que solo van a utilizar unas pocas personas, y además muchas veces a esa investigación le ha precedido otra que no ha llegado a puerto. Así pues, o estos fármacos se costean mediante fondos públicos o privados, o no es rentable sacarlos al mercado. Para hacerse una idea de la magnitud, pensemos que el medicamento más costoso del mundo, el Hemgenix para combatir la hemofilia B, cuesta 3,3 millones de euros la dosis. Por tanto, si en el momento de programar una investigación la empresa no ve perspectivas de rentabilidad por algún motivo, entonces opta por dedicar sus inversiones a otro terreno más rentable.
Cuántos huérfanos hay
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