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Mi único bien

Chiara Lubich


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En ciertas circunstancias es también una oración excelente decir con renovado ímpetu y con total adhesión de la mente y del corazón: Señor, tú mi único bien. Efectivamente, todos nos damos cuenta de que, cuando trabajamos, escribimos, hablamos, cuando descansamos o mientras en cualquier otra cosa que hagamos, no es raro que se infiltre algún apego, aunque sea leve, a nosotros mismos, a cosas, a personas… Y ceder a ello supone un gran daño para la vida espiritual. Dice san Juan de la Cruz: «Porque eso [tanto] me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estaré a él como al grueso, en tanto que no lo quebrase para volar». «Y así las almas que tienen asimiento a alguna cosa –sigue diciendo–, que aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión».
 
Por eso, en dichas circunstancias es necesario intervenir inmediatamente, y nada ayuda más –es una experiencia mía reciente– que volver a decirle a Jesús abandonado: Señor, tú eres mi único bien. El único. No tengo otro.
 
Creo que es una oración importantísima y muy grata a Dios. Nos ayuda a no llenarnos de polvo con las cosas del mundo. Y cuando la vivimos nos quedamos admirados al ver que ese adjetivo, único, le imprime un solemne viraje a nuestra vida espiritual, nos endereza rápidamente, como si fuese la aguja firme de la brújula de nuestro camino hacia Dios. 
 
Además, este modo de actuar está muy en consonancia con nuestra espiritualidad, en la cual prevalece el aspecto positivo: hacemos el bien y así desaparece el mal. Nosotros no estamos llamados a desprendernos de algo (de uno mismo, de las cosas o de las personas), sino a llenarnos de algo (el amor a Él, nuestro todo). A nosotros no nos gustan los no, sino los sí.
 
Esta oración: Señor, tú eres mi único bien, es un modo espléndido de vivir como verdaderos cristianos que aman a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y no a medias. Y también es un modo sublime para prepararnos para cada encuentro con Él en sus inspiraciones de cada día; y del mismo modo para el gran encuentro con Él cuando, al despuntar el día eterno, lo único que valdrá en nuestro corazón será el amor a Dios y, por Él, a los hermanos.
 
 
 
 (De un mensaje telefónico a las comunidades de los Focolares, 21 de febrero de 2002. Publicado íntegro en Unidos hacia el Padre, Ciudad nueva, 2005)




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