Un día de mayo primaveral del 1997, en mezquita Malcolm X de Harlem (Nueva York), se hallan congregados alrededor de tres mil musulmanes afroamericanos de la American Society of Muslims, a la espera de una mujer. Esta mujer cercana a los 80 años, blanca y maestra de escuela, católica ferviente y nacida en Trento (Italia) solo habla italiano. Es Chiara Lubich (1920-2008) y ha sido invitada a dar su testimonio, el de una enamorada del Evangelio que lo dejó todo para hacer vida lo que se ha considerado el testamento de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,20).
El sello común
Chiara Lubich tuvo encuentros similares con budistas en Tailandia y Japón, con hindúes en India, con judíos en Argentina y Estados Unidos, con personas sin filiación religiosa en diversos países de Europa, con cristianos de diversas denominaciones en Alemania, Inglaterra y varias partes del mundo. ¿Cómo es posible que puedan darse acontecimientos de esta índole entre personas tan diferentes? Chiara respondió: «Mirad, todos nosotros, criaturas, hemos sido creados por Dios y Dios es amor, por lo tanto, puso el sello del amor en cada criatura, incluso en los no creyentes, incluso en los que están solos. En el ADN de cada hombre, aunque sea ateo, está escrito: ama».
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