Educamos desde el intercambio cotidiano entre personas. Hace poco encontré esta afirmación en un artículo escrito hace más de 15 años; pero en las circunstancias que vivimos me parece de una gran actualidad y creo que adquiere nuevos significados.
No estar atentos a pequeñas acciones como mantener la distancia, usar mascarilla, lavarse las manos y evitar aglomeraciones puede traer graves consecuencias. Las dábamos por descontadas o, quizás guiados por una sensación de seguridad, no se contemplaban. Y mucho menos ocupaban el quehacer educativo. Preocupados (al menos en nuestros ambientes desarrollados) por resultados, competencias y actividades, quizás habíamos dejado de comprender que las pequeñas realidades de la vida cotidiana encierran una enorme fuente de educación. Sin generalizar, tengo la impresión de que había acciones que no eran motivo de reflexiones, diseños o análisis pedagógicos y, mucho menos, causa de trabajos curriculares u objeto de evaluación. Saludarnos por la mañana, recoger un papel del suelo, afrontar la diversión del fin de semana, evitar molestar a los vecinos, aprender a mirarnos para escucharnos o aprender a despedirnos de los alumnos… son circunstancias que tenemos a mano pero –no siempre– eran el objeto prioritario de nuestro quehacer educativo.
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