logoIntroduzca su email y recibirá un mensaje de recuperación de su contraseña






                    




articulo

Lecciones de un sabio maestro

Pilar Cabañas Moreno. Ilustración: Blanca López


pdf

-¿Sabes que, al respirar, las aves reparten el aire entre los pulmones y las cavidades de sus huesos para poder volar más tiempo? -preguntó a Samuel su hermano mayor. -Me estás engañando -dijo Samuel incrédulo. -No, es verdad. ¿Cómo podrían volar hasta 2.500 km. si no flotaran como un globo? –respondió su hermano– Además yo no digo mentiras, ¿o crees que soy como el periquito?-

-¿Qué periquito? -, preguntó Samuel.

-El del cuento del maestro, ¿no te lo sabes?.

A Samuel le gustaban mucho los pájaros: el águila imperial, las cornejas, que pueden reconocer las caras de los humanos, los pavos reales, que son buenos guardianes, los cuervos, habituados a planificar sus tareas, los mirlos por su canto, los gorriones y sus bandadas, o los petirrojos, con su barriguita anaranjada... Su hermano lo sentó en sus rodillas y comenzó el relato.

En una cabaña abandonada del bosque el señor búho, sabio entre los sabios, tenía su escuela. Los primeros días del invierno llegó una gran bandada de estorninos… -Sí, sí, los conozco. Tienen plumas negras, patas rojizas y un pico que cambia de color, negro en invierno y amarillo en verano- dijo Samuel. -Eso es- corroboró su hermano y continuó…

Descendieron como si danzaran al son de una melodía. Había muchas crías entre ellos y los padres le pidieron al búho que los admitiera en la escuela. El maestro tenía que pensarlo. Se sentía sobrepasado y solo podría acceder si conseguía un buen ayudante.

Entre los alumnos avanzados había un periquito. Tenía gran capacidad para hablar, un vocabulario de hasta dos mil palabras, y pensó que sería un buen candidato. También estaba el mirlo, que enseñaría bien a las crías a buscar alimento, pues comía de todo: gusanos, semillas y, lo que más le apasionaban, frutos y bayas de árboles y arbustos. Además era un gran cantor y podría ensayar con ellos bellas melodías. Por último, contaba con una pequeña petirrojo, cuyas grandes virtudes eran la curiosidad y el don de gentes.

Para averiguar quién sería el mejor ayudante decidió hacer tres grupos con los alumnos. Encargó uno al periquito, otro al mirlo y el tercero a la petirrojo. El periquito se los llevó a las ramas de un árbol, muy bien dispuestas para que todos pudieran verle. Cuando estuvieron atentos, empezó a hablar y hablar y hablar… Pero se le acabaron las verdades y comenzó a contar mentiras: la serpiente no es peligrosa; todas las bayas son comestibles; es mejor dormir de día; los elefantes viven en los árboles; los tigres usan deportivas...

El búho, que seguía la escena desde el hueco de un tronco, tuvo que intervenir: -¿Qué pretendes con tus mentiras? Hablar por hablar no lleva a ningún sitio, además puedes poner en peligro a los pequeños. Sus papas confían en nosotros. ¿Qué pasará si comen una baya venenosa? Si no tienes nada positivo que contar, ¡mejor callar!-. Por primera vez el periquito no supo que decir y agachó la cabeza avergonzado.

El búho giró entonces la cabeza casi por completo para ver al mirlo y su grupo. Habían tenido una clase práctica de picoteo de gusanos y, cansado de dar explicaciones, les ofreció un concierto. Los colocó sobre una roca en medio del prado y se subió a lo alto de un pino. Allí se embelesó tanto en su canto que se olvidó de los pequeños. A punto estuvo el zorro de darse un festín si el búho no hubiera estado vigilando. Este en vuelo rasante, arañó con sus garras al zorro, que huyó con la cola entre las patas. El alboroto interrumpió el concierto del mirlo, que descendió abochornado.

¿Cómo le iría a la pequeña petirrojo? El maestro giró nuevamente su cabeza y advirtió un alegre revuelo. Jugaban en parejas a descubrir cuántas flores y frutos diferentes había dentro de la circunferencia marcada en el suelo. Debían colaborar entre ellos y ponerlo todo en común. Vio que su curiosidad era contagiosa, que su capacidad de acercarse a todos sin temor ni prejuicios la hacían muy comprensiva y paciente. «¡Con lo pequeña que es, y qué gran maestra!», pensó el búho.

Se fue aproximando al grupo y los polluelos estaban encantados. La petirrojo se acercó a él brincando con sus pequeñas patitas. ¡Lo había pasado estupendamente con los alumnos! El búho, no sabiendo qué decir aplaudió, con sus grandes alas.

Los estorninos supieron enseguida que sus polluelos podrían recibir las sabias lecciones del señor búho y su ayudante, pequeña y de gran corazón. Ni las mentiras del periquito, ni las vanidades del mirlo. Empatía y curiosidad habían sido ese día la lección de la petirrojo.





  SÍGANOS EN LAS REDES SOCIALES
Política protección de datos
Aviso legal
Mapa de la Web
Política de cookies
@2016 Editorial Ciudad Nueva. Todos los derechos reservados
CONTACTO

DÓNDE ESTAMOS

facebook twitter instagram youtube
OTRAS REVISTAS
Ciutat Nuova