En la COP 21 de 2015 se firmó el histórico Acuerdo de París, por el que los 196 países firmantes se comprometían a «mantener el aumento de las temperaturas por debajo de los 2ºC con respecto a los niveles preindustriales» e instaba a esforzarse «para limitar el aumento a 1,5ºC». Establecía también que cada cinco años deben presentarse compromisos cuantificables de reducción de emisión de gases con efecto invernadero, con el fin de eliminar a mediados de siglo las emisiones (en realidad, es el balance entre emisiones y reducciones de CO2 lo que ha de ser nulo).
En Madrid se debía regular los mercados del carbono, que cuantifican económicamente las emisiones. Las empresas compran bonos de carbono; si invierten en tecnologías limpias, tendrán superávit de bonos y podrán venderlos para amortizar sus inversiones; si son contaminantes, comprarán los bonos para poder contaminar según sus necesidades. Pues bien, en Madrid ha sido imposible fijar las reglas para transferir y compensar emisiones. Apenas un acuerdo de mínimos para presentar en 2020 (COP 26 en Glasgow) unos compromisos más ambiciosos, estableciendo que «el conocimiento científico debe ser el eje principal que oriente las decisiones climáticas de los países». Además se vuelve a indicar que, de seguir con la tendencia actual, la temperatura media del planeta podría incrementarse en 3ºC a final de siglo. No es extraño que el secretario general de la ONU haya dicho que «la comunidad internacional ha perdido una importante oportunidad de mostrar una mayor ambición en materia de mitigación, adaptación y financiación para hacer frente a la crisis climática».
