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La casa del espejo

Pilar Cabañas Moreno


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«¡Sofíaaa! Por favor, pon la mesa mientras voy a comprar el pan», gritó su madre. «¡Vaaale!». Estaba a tope con la partida en la tablet, respondiendo mensajes y entretenida en dar likes… «¡Ya estoy aquí!», oyó a su madre. «¡Vaaale!», respondió ella y siguió a lo suyo. ¡Estaba tan atareada! Cuando su madre abrió la puerta de la habitación tenía una buena cara de enfado. «¿Qué pasa?», preguntó Sofía. «Baja a comer por favor. ¡Vaya vacaciones!». «Sí, me encanta el tiempo libre, dijo Sofía sin dejar de mirar la pantalla del móvil. 
 
Sofía se sentó a la mesa, levantó la vista vio que su madre venía hacia ella para servirle con el cucharón. «¡Mamáaa!», avisó Sofía. Antes de que pudiera detenerla, su madre había dejado caer las verduras ante ella. ¡Pero no había plato! «¿Quieres un poco de agua?», le preguntó, y sin darle tiempo a contestar, se la sirvió en un vaso imaginario. «¿Quieres más?»... Acto seguido, la madre cogió el teléfono, pero el de cable, y Sofía la oyó hablar con su abuela. Al poco, estaban en el coche. La abuela vivía en un pueblo muy muy pequeño en medio del campo. Era la primera vez que Sofía lo visitaría. Siempre era su abuela quien iba a verlas.
 
Cuando tomaron una estrecha carretera, Sofía empezó a agitar el móvil, bajó la ventanilla y nada. «Mamá, algo pasa. Mi móvil no pilla señal». Su madre no dijo nada, pero conforme se adentraban en el valle, incluso la radio dejó de oírse. «¡Mamá, esto es un viaje al pasado! –gritó muy nerviosa Sofía–, yo no me puedo quedar aquí. Voy a estar incomunicada. Voy a perder seguidores, voy a perder amigos». Su madre parecía no inmutarse. La quería demasiado como para ceder. Cuando llegaron a casa de la abuela, leyó en la puerta: «La casa del espejo». Le pareció oscura, vieja y horrorosa. Su madre tenía que trabajar al día siguiente y regresó a la ciudad. Sofía, enfurruñada, se marchó a la cama sin cenar, buscando por la casa un lugar donde hubiera señal.
 
Al día siguiente se despertó sobresaltada: «¡No hay wifi! ¿Qué voy a hacer?». Desesperada abrió la ventana con la intención de comprobar por enésima vez la cobertura. «¡Qué espectáculo!», se dijo a sí misma. El paisaje la dejó sin habla. Hacía tiempo que Sofía vivía pegada a la pantalla de su móvil. Apenas miraba a los ojos a su madre ni a sus amigas. No quería reconocerlo, pero aquello no era sano. Un gato negro, sentado en la barandilla, la miró tiernamente. Aunque sentía gran ansiedad, ¡no había nada que hacer!… O quizás sí. 
 
Su abuela le dijo: «Ponte las botas que hay mucho que hacer». Siguió a su abuela por un sendero empinado para coger unas hierbas medicinales que crecían en lo alto del monte. ¡Cómo subía la abuela, parecía una cabra montesa!, mientras que ella iba con la lengua fuera. Cogieron las hierbas, descansaron un poquito, pero muy poquito, y bajaron porque según su abuela, ¡había mucho que hacer!
Al llegar, vio la casa un poco diferente, y se extrañó. Su abuela le ordenó ir al gallinero a recoger los huevos de las gallinas y las patas, mientras ella daba de comer al ganado. Cuando acabaron quiso ver la televisión, pero no había, así que se quedó en la cocina mirando cómo la abuela preparaba la cena. No era una mujer que hablara mucho, pero notó en su mirada una seguridad a la que no estaba acostumbrada. Peló las patatas, las zanahorias, fue al huerto a por unos tomates para la ensalada y cascó los huevos para hacer una tortilla. Su abuela le ayudó a diferenciar los de pata y los de gallina.
 
Al día siguiente se levantó más temprano. La abuela le enseñó a ordeñar. ¡Qué calentita salía la leche! Hicieron queso, requesón y mantequilla. Poco a poco Sofía fue perdiendo la ansiedad. Cuando abría la ventana, respiraba profundamente y notaba el olor del campo, la humedad del río, el cantar de los pájaros… Cada día la casa le parecía más bonita. Le encantaba pasar la mano por las jardineras de hierbabuena, sentarse en la mecedora y acariciar el gato en su regazo. Ya no echaba de menos el móvil. Había pensado que, cuando su madre se reuniera con ellas, le prepararía una cena de bienvenida con lo que su abuela le había enseñado. Ese día llegó. Su cara estaba radiante. Se sentía libre, capaz de hacer un montón de cosas útiles. Sabía cómo cuidar los animales, diferenciar las plantas de tomates, patatas y pimientos. ¡Estaba feliz!.
 
Al oír el motor del coche, salió corriendo a recibir a su madre. Saltó a su cuello y le dio un abrazo increíble. Según se dirigían a la casa, Sofía se paró frente a ella y le dijo: «¿No te parece que es la casa más bonita del mundo?». Su madre sonrió al tiempo que una lágrima de alegría corría por su mejilla. Sabía que aquella casa era como un espejo. El dolor, la angustia, los miedos, o la alegría y la felicidad… todo lo que cada uno lleva dentro se proyecta en ella. Si para Sofía la casa era ahora la más hermosa del mundo, era porque la felicidad inundaba su corazón. Aquella naturaleza real le había ayudado a salir de la pantalla y la casa del espejo le devolvía una imagen renovada de sí misma.
 
Pilar Cabañas Moreno
Ilustración: Blanca López Cabañas
 




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