Generalmente al atardecer, después del trabajo, salgo con mi hijo de un año y medio al parque que hay cerca de casa. Una vez nos encontramos allí con tres niños de entre cuatro y seis años, dos de ellos hermanos que estaban con su mamá y el otro con su abuelo. Como ellos ya son «niños mayores» estaban jugando libremente, alejados sus guardianes adultos. Cuando vieron a mi hijo, los tres se le echaron encima: lo tocaban y manoseaban como si fuera un muñequito, y mi hijo, aunque también quería estar con los niños grandes, se sentía incómodo. 

Intenté hacerles entender que Miguel no era un muñeco, sino una personita más pequeña que ellos, y que le tenían que pedir permiso para jugar con él, pero con cuidado de no hacerle daño. En parte lo entendieron y desviaron su atención hacia los juguetes de Miguel. Pero la niña, que tendría unos cuatro años, le daba golpecitos en la cabeza y se reía. Así que tuve que quitar de en medio a mi hijo con intención de marcharnos.

Algo me decía que aquellos niños no actuaban conscientemente. Probablemente les faltaba atención y que alguien les mostrara una forma respetuosa de relacionarse. De hecho, la madre de los hermanitos había estado hablando por teléfono sin enterarse de lo que había ocurrido. Solo el abuelo del otro niño, desde un banco, le había gritado algo que no llegué a oír bien.