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El hechizo del pegamento

Pilar Cabañas Moreno


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Todos los nietos siempre estábamos deseando ir a la cabaña de los abuelos. Nos gustaba porque podíamos subir a la higuera, bañarnos en el remanso del río e inventar historias por la noche, bajo las estrellas. El abuelo solía contarnos sus recuerdos de cuando él era pequeño y acompañaba a su padre a vender las verduras en el mercado.
 
Un día que estábamos allí, sufrimos un hechizo. Aquella mañana la abuela nos había pedido que fuéramos a recoger moras por la orilla del río, pero nos advirtió de que ni se nos ocurriera entrar en el agua. La corriente era muy fuerte y podía ser peligroso. 
 
Cuando más afanados estábamos recogiendo los frutos, de entre las zarzas salió lo que parecía un niño, pero tenía un pequeño rabito acabado en punta de flecha y una especie de tenedor tatuado en el brazo. Su cara era bastante coloradita y resultó muy dicharachero. Intentó convencernos de que nos diéramos un bañito con él para sofocar el calor. Sin embargo, todos teníamos muy presente la advertencia de la abuela. Al ver que no le hacíamos caso, se marchó enfadado echando humo por las orejas. 
 
Cuando llegamos a casa, las cestas estaban llenas a rebosar y la abuela se puso muy contenta. Durante la comida contamos a los abuelos lo ocurrido con el niño coloradillo. Ellos se miraron un poco nerviosos y nos advirtieron de que estuviéramos vigilantes, pues podría habernos lanzado un hechizo.
 
Ya había pasado la hora de la siesta y hacía un calor tremendo. Todos estábamos aplatanados: Juan, tirado en el suelo; Isa, tumbada entre dos sillas; Marcos compartía banco con Pablo; Miguel y Marta estaban sentados junto a Juan; y Laura y Marina también habían encontrado su hueco. Nadie tenía ganas de hacer nada. A ninguno se le ocurría qué hacer para salir de aquella espiral de calor y aburrimiento.
 
De repente la abuela pensó en voz alta: «¿Y si hacemos una limonada fresquita?». «¡Ya, pero a ver quién se mueve!», dijo Laura, atravesada en la butaca con las piernas colgando. Nos sentíamos como si tuviéramos la espalda completamente pegada al suelo, al sofá, a los cojines…
 
Pablo intentó despegarse. Consiguió incorporarse, pero enseguida se desplomó. Parecía como si un hechizo se hubiera apoderado de todos nosotros. Pero la abuela se levantó y se dirigió a la cocina. Todos miraron de reojo.
 
Comenzó a oírse el sonido del exprimidor. Marina, la más pequeña, dijo: «¿Cómo es posible que la abuela, la más viejita, sea la que menos pegada está?». ¡Necesitaba preguntárselo! La curiosidad bastó para que abandonara su lugar. El ruido del exprimidor seguía llegando hasta el salón: ¡rrrrrr! ¡rrrrrrrr! ¡rrrrrrr! Los mayores sabíamos perfectamente cuál era la respuesta. La abuela nos quería con locura, y siempre estaba dispuesta a darnos lo mejor.
 
Tras la pregunta en voz alta de Marina, el «hechizo del pegamento» pareció ir perdiendo su efecto. Poco a poco, uno a uno, fuimos incorporándonos y acudiendo a ayudar en la cocina. Uno echó el azúcar, otro fue al jardín a por unas hojitas de menta… Cuando acabamos de preparar la limonada y la probamos… ¡Uhmmmmm! Era la limonada más rica de toda nuestra vida.
 
La abuela nos miró satisfecha. No había hecho falta discursos para romper «el hechizo del pegamento»; solo el ejemplo de su amor.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
 
Pilar Cabañas Moreno
Ilustración: Blanca López Cabañas
 




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