Cuando se jubilaron, mis padres vivían en su modesto piso de forma tranquila, feliz y con total autonomía, pero cierto día mi padre tropezó y cayó al suelo con la mala fortuna de recibir un fuerte golpe en la cabeza. A consecuencia del golpe sufrió una importante hemorragia cerebral por la que fue intervenido dos veces en pocas horas. Fueron momentos de incertidumbre y dolor en los que mi hermana y yo intentábamos, creo que con poco éxito, arropar y consolar a nuestra madre, cuya única y lógica preocupación era que su marido viviera.
En las siguientes semanas fuimos descubriendo el alcance de los daños cerebrales que mi padre había sufrido y que le afectaban casi por completo en la movilidad, el habla, la memoria… Tras constatar con impotencia lo poco que podía ofrecer el centro de hospitalización temporal a una persona de 85 años con tal nivel de discapacidad, entendimos que solo podíamos hacerle compañía, amarlo en esa nueva situación, además de ayudar en su rehabilitación, cada uno según sus conocimientos y su carácter. Recuerdo con alegría el día que lo animé a tomarse por sí solo un yogur. ¡Y lo hizo! Pero hacía pocos progresos y permanecía en la cama. En cierta ocasión mi hermana me dijo: «Para quedar así, mejor morir». Eso me hirió, pero no supe contestarle; no tenía argumentos.
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