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El escudo de Pablo

Pilar Cabañas Moreno


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Pablo no tenía ganas de levantarse aquella mañana. De pronto recordó que ¡era su cumpleaños! Saltó de la cama, se vistió y corrió escalera abajo. Encontró a sus papás junto a la chimenea. Y es que en un castillo, a mitad de la primavera, todavía hace frío. 
 
«¿Sabéis qué día es hoy?», preguntó. «Ni idea», respondió su padre guiñando un ojo a su mamá. «¡Es mi cumpleaños! 
 
Ya tengo 7 años». 
 
Pablo imaginó que si no sabían que era su cumpleaños, no tendría regalos, pero su padre dio dos palmadas y la puerta del salón se abrió. Entraron un escudero, que portaba un gran bulto, y detrás una doncella con una enorme tarta. 
 
Pablo desenvolvió el regalo y se puso a saltar de alegría: un escudo, un casco y una espada de madera que parecía de verdad. De mayor quería ser caballero, como su papá. Se probó el casco y observó la espada. En la empuñadura había tallada una paloma, en lugar de un dragón, un oso o un águila, símbolos habituales del guerrero. Viéndole la cara de desilusión, su papá le explicó: «No es fuerte como el dragón, pero es símbolo de la paz. Si quieres ser caballero, debes luchar por la paz y la justicia». El escudo no tenía nada pintado. «¿Por qué es tan soso?», preguntó. «Porque tus símbolos y colores están por definir –respondió el padre–. Todo caballero dibuja en su escudo el ideal que persigue y tú tienes que descubrir el tuyo».
 
Con su casco, su espada y su escudo Pablo salió en busca de su amigo Daniel. Pensaba que estaría con las ovejas en el arroyo, pero allí encontró a un anciano al que nunca había visto. Este le dijo que buscaba a un valiente caballero que quisiera ayudarle. 
 
«¡Yo puedo hacerlo! Quiero ser un caballero y he de entrenarme», dijo Pablo. «¿Estás seguro? Es una misión difícil». «Segurísimo. Además, ¡hoy he cumplido 7 años!». 
 
«Si es así, te explicaré la misión». Pablo puso toda su atención. «Promete que será un secreto», dijo el anciano. «De acuerdo, seré una tumba». 
 
«Mis piernas son débiles –le contó el anciano– y necesito unas flores rojas que crecen en lo alto de aquella montaña para hacer una medicina».
 
Pablo salió muy decidido a cumplir su primera misión. Atravesando la pradera se topó con Daniel, que tocaba la flauta mientras vigilaba su rebaño. Se detuvo y le enseñó entusiasmado los regalos. Daniel le propuso jugar, pero Pablo contestó que le era imposible. A punto estuvo de contarle su misión, pero consiguió frenarse a tiempo. Daniel se enfadó porque se dio cuenta de que no quería compartir su secreto: «¡No volveré a jugar contigo nunca más!», le gritó. Pablo se dio la vuelta entristecido, pero no podía romper su promesa. 
 
Comenzó a subir la montaña bajo un sol abrasador. A mitad de camino los árboles desaparecieron, no había fuentes ni arroyos donde refrescarse. Empezaban a flojear sus fuerzas, pero se acordó de que el anciano había puesto su confianza en él y se sintió más animado. ¡Quedaba poco para llegar a la cima! 
Una vez arriba, la vista era maravillosa: los caminos, el castillo y la mancha blanca del rebaño en medio de la pradera. ¿Seguiría enfadado Daniel? ¿Habría perdido a su mejor amigo? «No importa –se dijo–. ¡A buscar la planta!».
 
Se volvió y vio enseguida las flores rojas que salpicaban la cumbre. Abrió la bolsa de tela y cuando la tuvo llena, emprendió el regreso. Al coger el escudo le pareció que se habían dibujado unas líneas en él. Frotó con la mano por si eran arañazos, pero no desaparecieron. Pablo se encogió de hombros y comenzó a descender. Empezaba a anochecer, tenía que darse prisa.
 
A mitad de camino paró para descansar y al dejar el escudo en el suelo vio que se había dibujado una mano abierta. No encontraba explicación a lo que estaba ocurriendo. Al llegar junto al arroyo encontró al anciano desvanecido. Se puso nervioso; no sabía qué hacer. Recordó que las flores eran para preparar una medicina y se le ocurrió mojar una, estrujarla y dejar caer su jugo en los labios del anciano. Cuando estaba a punto de rendirse, el anciano comenzó a recuperarse.
 
Ya era de noche y el padre de Pablo, preocupado, salió a buscarlo con la guardia. Al oír sus voces Pablo corrió a su encuentro. Le contó a su padre que un anciano necesitaba ayuda. Los llevó hasta él y el anciano quiso levantarse para reverenciar al señor del castillo, pero no tenía fuerzas. Lo subieron a un caballo y lo llevaron a la cabaña donde vivía. 
 
Tumbado en su camastro, el anciano cogió la mano de Pablo y mirándole a los ojos le dijo: «Has sido muy valiente y has mantenido tu palabra cuando tu amigo intentó que desvelaras el secreto. Además, has dado tu tiempo y tus energías sin pedir nada a cambio». Al coger sus cosas Pablo vio que en su escudo había aparecido otra mano, más pequeña que la anterior, y sobre ambas había una hermosa flor roja.
 
Pilar Cabañas Moreno
Ilustración: Blanca López Cabañas
 




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