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Sumergida en el voluntariado

Ana Doreste

Ana Doreste tiene 27 años y ha estudiado Bellas Artes. A través de distintas acciones como voluntaria ha experimentado que «ir a contracorriente», pese a las dificultades, «es un regalo».


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A los 16 años sentí la necesidad de hacer algo por los demás, algún tipo de voluntariado. Necesitaba llevar a la práctica los valores en los que creía. Gracias a mis padres conocí la Comunidad de San Egidio y empecé a repartir cenas los viernes por la noche a personas sin hogar. Algunas veces me perdía alguna fiesta o quedaba tarde con mis amigos, pero estar allí unas pocas horas valía la pena. 
 
El verano en que acabé el colegio, mientras mis amigos hacían el interrail u otros viajes, yo me fui a Filipinas a hacer voluntariado. Allí descubrí que la verdadera pobreza no reside en no tener cosas o alimentos, sino en la soledad y el vacío espiritual. La pobreza de nuestro mundo «avanzado» alcanzaba niveles mucho más profundos. 
 
Recuerdo una de las primeras veces que visité las chabolas que rodean Manila. Una mujer nos recibió en su casa y nos ofreció sin pensarlo toda la comida que tenía. En un momento dado salimos de la casa y me enseñó el río que atravesaba la marea de chabolas. Me contó que el año anterior su bebé cayó al agua y no pudieron recuperarlo. Sentí su dolor mientras me lo contaba, pero al momento me sonrió y señalando al bebé que tenía en sus brazos, dijo: «Ahora Dios me ha bendecido con otro». 
Tras ese verano han venido otros en hospitales, en campamentos con niños desfavorecidos y, por último, en Etiopía, en las casas de Madre Teresa de Calcuta. El pasado fue el cuarto que trabajé con ellas. Conocer la realidad del país y su gente de la mano de las hermanas ha dado mucho sentido a mi vida. Es una entrega en la que he sentido cómo Dios guiaba mis pasos y he crecido en mi fe y como persona.
 
Todas estas experiencias han repercutido también en mi vida diaria. Ahora participo semanalmente en dos voluntariados y no hay día en el que no reciba mucho más de lo que doy. He aprendido a renunciar a muchas cosas, a ver la vida desde una perspectiva diferente, a valorar y dar gracias por todo lo que tengo, a fiarme de Dios y su providencia y entender que, cuando creo perder, realmente estoy ganando. Renunciando a lo que yo quiero en cada momento he crecido en libertad y he recibido muchísimo más de lo que haya podido dar. 
 
Sigo aprendiendo cómo tratar con las personas, amándolas concretamente en su necesidad y no en la que yo crea que tienen. El verano pasado, por ejemplo, planificaba cada día qué talleres o actividades podría hacer, y cuando llegaba me daba cuenta de que tal vez lo que necesitaban era compañía, o jugar, o que les cortasen las uñas. En definitiva, amarles en cosas pequeñas. 
 
Todo ello vivido en comunión con Dios y con los míos me da fuerza para seguir buscando la coherencia con mi fe día a día, más allá de los errores que cometa y más allá de mi entorno, tan ajeno y en ocasiones opuesto a ellas. Me falta mucho camino todavía, pero no estoy sola. Además de Dios, muchísimas personas dan su vida y su tiempo por lograr un mundo mejor, yendo contra corriente.
 




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