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Zurbarán: una nueva mirada

Clara Arahuetes

Museo Thyssen Paseo del Prado, 8 - Madrid Hasta el 13 de septiembre


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Zurbarán es un pintor que tiene un lenguaje propio fácilmente reconocible. La originalidad de sus pinturas refleja una estética de carácter transcendente que conquista a quien contempla sus obras. Incluso se le ha identificado con conceptos como piedad, santidad y verdad.

Es de resaltar la maestría de sus creaciones. El espectador queda atrapado no solo por el realismo de la pintura, sino también porque el artista nos introduce en la intimidad del espacio representado al describir con detalle los objetos que acompañan a los protagonistas de sus escenas.

La exposición del Museo Thyssen, «Zurbarán: una nueva mirada», reconstruye su trayectoria pictórica y plantea una revisión actualizada de este gran maestro del Siglo de Oro, con los nuevos descubrimientos y estudios realizados en las últimas décadas.

El recorrido se ha organizado en siete salas siguiendo un orden cronológico, desde sus primeros encargos en Extremadura y Sevilla hasta su última etapa madrileña. Además, por primera vez se dedica una sala a sus ayudantes del taller y otro espacio a los bodegones realizados por él y por su hijo Juan.

El pintor construía los bodegones con pocos y toscos objetos, como sucede en Bodegón con cacharros. Sobre una repisa pinta cuatro recipientes de diferentes materiales y texturas que sobresalen de un fondo en penumbra. Llama la atención la sobriedad de la composición y la austeridad de los elementos elegidos.

El artista nació en Fuente de Cantos (Badajoz) en 1598. Sus primeros encargos le llegaron de su entorno y también de Sevilla, donde se instala en 1629 con su familia y sus ayudantes. En la ciudad hispalense realizó obras para diferentes órdenes religiosas, como dominicos, franciscanos o mercedarios.

Para los dominicos de San Pablo el Real de Sevilla pintó escenas de su fundador. Los santos de Zurbarán surgen de un fondo oscuro con un aspecto monumental, casi escultórico. Las composiciones son sencillas y estáticas, utiliza una iluminación tenebrista y describe de forma minuciosa la calidad de los distintos objetos de la escena, que aunque sean secundarios, se convierten en protagonistas junto a los rostros y las manos de los personajes.

Se expone una de las obras maestras de su juventud: San Serapio. A Zurbarán nunca le gustó mostrar el suplicio de los mártires, así que pintó el cuerpo del santo colgado por las muñecas y totalmente cubierto por el hábito blanco; en el rostro, la expresión de abandono refleja el sufrimiento y a la vez serenidad y resignación. La figura del monje destaca sobre un fondo oscuro fuertemente iluminado, llenando con su presencia el espacio del lienzo. La luz resalta las calidades táctiles del hábito, que cae en gruesos pliegues, creando esos volúmenes tan típicos del primer periodo del artista.

En esta primera sección se incluyen algunas obras de nueva atribución, como la Aparición de la Virgen a San Pedro Nolasco, donde plasma con naturalidad la irrupción de lo divino en la vida cotidiana.

En San Francisco en meditación, el santo arrodillado medita sobre la muerte, y el hábito franciscano de paño rígido remendado tiene un gran protagonismo. El rostro y las manos son muy naturalistas, al igual que la calavera, que junto con el libro, forman un bodegón dentro del cuadro.

Como ningún otro pintor supo reflejar la intimidad familiar; así sucede en La casa de Nazaret, donde cada objeto, pintado con esmero y delicadeza, tiene un significado simbólico.

No hay que olvidar algunos de los mejores ejemplos de su pintura, como sus santas, a las que representa solas y ricamente vestidas, como vemos en Santa Casilda.

Su reputación y la amistad con Velázquez le llevan a colaborar en la decoración del Palacio del Buen Retiro; allí pinta los trabajos de Hércules. El contacto con los artistas de la corte le lleva a abandonar el tenebrismo de su primera etapa; el pintor aclara su paleta y da más luminosidad a sus obras, aunque mantiene las formas sencillas, monumentales y volumétricas.





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