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articulo

Odisea sin fin

Louis Hongrois (desde Bangkok)

Myanmar La solidaridad oficial casi no ha existido, pero la de la gente anónima y la gente de religión han conseguido que millones de víctimas sobrevivan.
Cuanto más calor hace por la mañana, más llueve por la tarde. Y a veces da miedo, como ahora, cuando estoy escribiendo. Parece que se cae el cielo. Sguro que se les está cayendo encima a mis amigos, que están en Myanmar y cerca del río Irrawaddy, a pocos kilómetros de aquí en realidad. Me ha costado, pero he conseguido saber que Francis y los demás están vivos. El ciclón les pasó cerca y causó daños materiales, pero no mató a ninguno. Ahora están ocupadísimos ayudando a sus vecinos, seguramente reconstruyendo casas. Aquí, en Bangkok, muchas personas esperamos un visado para entrar en Myanmar. Pero en vano. Te quedas con la boca abierta porque no te lo crees, pero es así: un completo cierre de fronteras; y es que el régimen sigue la lógica del odio. Eso sí, el gobierno sigue adelante con sus programas, incluso en las zonas devastadas, y lo utiliza como excusa para denegar visados. El miedo a los extranjeros es paranoico, aunque ese extrajero quiera ir con un avión cargado de medicamentos para salvar vidas. Mientros espero, pienso en algunas historias que se han contado a propósito del ciclón Nargis. Son historias trágicas y horrorosas, pero que surgen de esa extraordinaria fuerza que mueve corazones y marca la historia. Hay quien lo llama amor, pues otro nombre sería inadecuado. Por ejemplo, he sabido que en la parroquia de Francis se han juntado casi mil refugiados, de los cuales sesenta son huérfanos. ¡Y él ya tenía otros 120! La gente necesita de todo, pero sobre todo necesita que alguien escuche sus problemas. Unos minutos nada más. Una señora cuenta de una madre que, cuando el viento soplaba con mayor ímpetu y el agua del río empezaba a inundar su barraca, lo primero que pensó fue en salvar a sus hijos. Les ató a la cintura y a los brazos unas botellas de plástico vacías, como si fueran flotadores. Luego el viento se llevó el tejado y caían cascotes a una velocidad de 240 kilómetros por hora; mientras tanto, una ola anormal de cuatro metros de altura lo iba arrasando todo. En cuestión de segundos. La mujer y su marido desaparecieron, pero los niños están ahora refugiados con Francis. Unos amigos míos que viven en Rangún, la ex capital del país, viendo que la situación era gravísima y que las ayudas no acababan de llegar, en cuanto abrieron las carreteras, más o menos transitables, se tomaron unos días de vacaciones y se fueron a la zona del delta. Se llevaron pocas cosas, pero muchos medicamentos, todos los que pudieron comprar. Y también un poco de ropa y caramelos para los niños. En Myanmar lo normal es ser pobre, y cuando das, das de lo que te hace falta. Por ejemplo, una médica se fue a la zona devastada y atendió a unos doscientos pacientes diarios, durante varios días y de su bolsillo. Y su hijo se fue a buscar el cuerpo de un sacerdote que había sido arrastrado por una ola cuando intentaba ayudar a alguien. Es una tarea penosa la de recuperar cuerpos sepultados por el agua, pero lo hizo y lo cargó durante tres días. Otra historia. Un “rico” hombre de negocios decidió cargar su flamante todoterreno con todos los víveres que había conseguido encontrar y se lanzó por la autopista, llena de baches, con su chófer, que esta vez no lleva a ningún cliente a cenar... Naturalmente se toparon con un control militar, pues Rangún está rodeada de controles que inspeccionan todos los vehículos que salen. Ningún extranjero es admitido fuera del centro urbano. Así que los militares inspeccionaron el vehículo y se percataron de la gran cantidad de víveres que había dentro, además de ese señor tan bien vestido. “¿Adónde va? No se puede, dé media vuelta”. Y él: “Tengo familia allí –no era verdad?–, déjeme pasar...”. Entonces se fija en el soldado, que tenía una terrible cara de hambre, igual que todos sus compañeros, y le pregunta: “¿Tienes hambre?”. El asunto termina con que tuvo que dejar allí más o menos la mitad de la carga... Pero al menos la otra mitad pudo llevársela, no a su familia, sino a unos desconocidos. Al cabo de pocos kilómetros se topa con un gentío medio desnudo y con la piel quemada por el sol y el agua salada, y en un abrir y cerrar de ojos el coche queda vacío. Vuelve a la ciudad cuando ya es bien de noche. Este hombre, acostumbrado al dinero, quizás ha sido la primera vez en su vida que ha dado algo sabiendo que no recibiría nada a cambio. Luego le dijo a un amigo que había sentido algo parecido a la felicidad. Al igual que este hombre de negocios, mucha gente común ha dado de lo suyo, o dejado el trabajo durante unos días para irse a la zona siniestrada. Durante los primeros quince días este tipo de ayuda espontánea ha sido lo único que les ha llegado a las víctimas, y gracias a ello han sobrevivido cientos de miles de personas. Un amigo mío obtuvo por fin el visado. Quién sabe cómo le irá. Cuando vas a Myanmar nunca sabes si vas a volver. Es así, y tienes que saberlo antes de ir. Al cabo de unos días, y mediante subterfugios, consigo saber que pasó los controles. ¡Buena noticia! Y luego nada. Hasta que una noche me despierta una voz metálica. Es Francis, mi amigo. «¿De dónde has pillado ese teléfono?, ¿dónde estás?, ¿cómo estás? No hago más que pensar en ti. Tenía miedo de que hubieras muerto». Y él: «Estoy bien, no me ha pasado nada. Ahora tengo aquí mil personas y muchos huérfanos. Me ha llegado todo lo que me habéis mandado. Gracias, me ha sido muy útil. Saluda a todos los amigos y dales las gracias», y cuelga. La vida sigue su curso en Birmania. No obstante las víctimas, cientos de miles, no obstante las desastrosas condiciones de los supervivientes, no obstante que los derechos humanos estén olvidados en un cajón, no obstante el prolongado encarcelamiento del Nobel Aung San Suu kyi, la Iglesia está resultando ser la principal agencia de solidaridad, al lado de la red de monasterios budistas. Mientras, esperamos a que llegue la libertad.



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