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Democracia y Justicia

Javer Rubio

Hablamos con Claro J. Fernández-Carnicero, vocal del Consejo General del Poder Judicial, sobre el «principio de fraternidad» en política.
Claro J. Fernández-Carnicero, vocal del Consejo General del Poder Judicial, nos acerca en esta entrevista al «principio de fraternidad» en política, el principio inédito de la tríada revolucionaria francesa: libertad, igualdad y fraternidad. –Hablemos de «fraternidad». Explíquenos el concepto. –Al redactar la voz fréres (hermanos) en la Enciclopedia francesa de la Ilustración, D’Alembert dice que «el deber de los hermanos, de los unos hacia los otros, consiste en la concordia, el apoyo o sostén mutuo y la estrecha unión». Y luego añade que se debilita cuando «cada uno sólo piensa en sí mismo y no vive más que para sí. Es una circunstancia en que se cumple la fábula de Esopo sobre los hijos de un anciano. Cuando el anciano muere, los hijos toman caminos contrarios a lo que habían prometido al padre». En su versión de esta fábula, La Fontaine dice: «Su afecto duró poco; la sangre los había unido, pero el interés los separó. Con la herencia llegaron la ambición y la envidia, y lo perdieron todo». –¿Cómo trasladamos esto al ámbito de la política? –Creo que la fraternidad tiene una manifestación primaria, que es la del diálogo desde el respeto al otro, el cual excluye toda unilateralidad o dogmatismo invasivo y obliga a ajustar el diálogo al ritmo personal de cada uno. En ese diálogo es importante no perder nunca de vista la necesidad de respetar la libertad del otro. Queda por tanto excluida la pretensión de incorporar, enrolar o alistar a los demás en el propio código de conducta. –Si nos atenemos a la opinión pública, parece que habría que regenerar la política… –Más que hablar de regenerar la política, en mi opinión debería hablarse de regenerar los partidos como sujetos de esa actividad, que debiera ser siempre una actividad marcada por la ejemplaridad y la voluntad de servicio. –¿Es que no funcionan bien? –Los partidos políticos, como dice nuestra Constitución, expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Sin embargo, no suelen responder íntegramente a la exigencia constitucional de democracia en su estructura interna y en su funcionamiento, porque los partidos son organismos de encuadramiento que alientan más una cultura política de sumisión y no una cultura política de debate y concurrencia de libertades personales activas. –Entonces lo tenemos crudo… –Por eso yo pongo mi esperanza de regeneración democrática más en una participación en la vida pública, política, cultural y social, desde la sociedad civil y no tanto desde los partidos, que no tienen el monopolio de la participación ciudadana. –¿Cómo explicamos a los lectores que nuestro sistema democrático es justo? –Creo que el binomio democracia-justicia es indisociable, porque no es concebible una democracia en la que el hilo conductor de las instituciones y de la conducta política no sea la justicia. El preámbulo de la Constitución Española empieza diciendo que el primer propósito de la nación es «establecer la justicia, la libertad y la seguridad, y promover el bien de cuantos la integran». La justicia se nos revela así como la puerta de acceso al bienestar social; algo que ya enunció el artículo 6 de la Constitución de Cádiz al definir como una de las principales obligaciones de los españoles «el ser justos y benéficos». La justicia, junto a la libertad, la igualdad y el pluralismo político, es uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico. –No sé si esto los va a convencer… –Bueno, es que en el marco de la política la justicia no es una virtud cardinal como la invocada en el Sermón de la Montaña. Es una condición o presupuesto que anima a uno de los tres poderes del Estado, el poder judicial, ejercido por los jueces y magistrados que lo integran, y que en el desempeño del oficio de administrar justicia son independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. En este sentido, es un presupuesto de la libertad y de la garantía de los derechos de los ciudadanos. No hay libertades ni derechos sin jueces que los garanticen. Por eso importa tanto que la Administración de Justicia esté bien organizada y bien dotada de medios personales y materiales. –¿Y no lo está? –El órgano de gobierno de los jueces, que es el Consejo General del Poder Judicial, del que formo parte, no es propiamente poder judicial. Es un órgano gubernativo constituido a impulso político de los partidos en connivencia con las asociaciones profesionales de jueces, y formalizado por acuerdo parlamentario, tal como prevé nuestra Constitución. Sus disfunciones –y las críticas que acompañen a la acción del Consejo– no deben imputarse al poder judicial, a los jueces, sino a quienes lo integramos, a unos por causarlas y a otros por no saber corregirlas a tiempo. –Deme un poco de esperanza, por favor… –¡Cómo no! Siguiendo la intervención de María Voce en mayo de 2012 durante la jornada «Juntos por Europa» que se celebró en Bruselas, tenemos que asumir la urgencia de construir entre todos, Estado y sociedad civil, una historia positiva de nuestro continente, que nos permita superar la honda crisis de relaciones humanas que sufrimos. Es una crisis de soledad, de la que sólo saldremos si nos decidimos a ir al encuentro del otro, en el contexto de una auténtica cultura de comunión. –En aquella Jornada también intervino el entonces ministro de cooperación italiano Andrea Riccardi, ¿lo recuerda? –Sí. De su intervención me quedo con la invocación que hizo a la esperanza y al reconocimiento de que la mayoría de los países europeos no podrán afrontar solos los desafíos globales que cuestionan nuestra identidad cultural y ponen en riesgo la subsistencia de las actuales comunidades políticas estatales. A este respecto, me viene a la mente también algo que escribió el periodista italiano Adriano Sofri en el periódico La Repubblica. Al referirse a la crisis griega, decía: «Si Atenas cae, no será la única». Comparto su tesis: si los países europeos no nos mantenemos unidos en estas horas difíciles de nuestra historia, seremos, utilizando sus propias palabras, un «número insignificante». –Luego la esperanza está en arrimar todos el hombro… –Como afirmó el Concilio Vaticano II, los cristianos somos el pueblo de la unidad y la esperanza. Por ello, debemos recuperar el sentido de un destino común, algo que hoy constatamos fácilmente en esa nueva cultura compartida que resulta del entrecruzamiento de las redes sociales. Dice San Pablo en su Carta a los Romanos: «la esperanza no falla porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones». Ésta es la mayor razón para la unidad y para el encuentro.



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