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articulo

Chiara, mi hermana (tercera entrega)

Oreste Paliotti

Episodios de la vida familiar y de la infancia de Chiara Lubich narrados por su hermano mayor, Gino.
Seguimos con las entregas de una serie de entrevistas realizadas entre 1987 y 1991 a Gino Lubich, hermano mayor de Chiara Lubich, fundadora de los Focolares, con la intención de conocer mejor su personalidad humana y espiritual. –Sin embargo, antes de matricularse en la universidad, Chiara había trabajado como maestra… –Sí, nada más obtener el título de maestra, Chiara solicitó una plaza y la primera que obtuvo fue en Castello di Ossana en Val di Sole, un pueblecito que, para los medios de comunicación de entonces, era como si estuviera en la otra punta del mundo. Sólo se podía llegar con un tranvía que tardaba entre cinco y seis horas. Después había que bajar y caminar un montón. En ese tiempo (entre 1938 y 1939) casi no nos veíamos. En cierta ocasión ella me escribió para proponerme que fuese a verla, y aprovechando un viaje en coche fui a Castello. Me quedé allí unos días. Era para llevarse las manos a la cabeza al ver cómo ese pueblo se había quedado en la edad de piedra (me han dicho que ya ha progresado). Recuerdo que había una plaza en pendiente llena de pedruscos, como una cantera. Y Chiara vivía precisamente allí, junto a la parroquia, en una habitación que le había alquilado el párroco. Aquellos días la noté distinta; intuía que había algo. Quizás había comenzado a hacer su propaganda, pero no me hablaba de ello claramente. Había entablado amistad con una chica, Elena, una campesina que se había convertido en su confidente. Dejando a un lado la diferencia entre ellas en cuanto a estudios, eran personas semejantes por su sencillez y su candor. Chiara se quedó en Castello hasta el final del curso escolar… –Y ya no volvió allí, porque el curso siguiente fue a dar clases a Varollo di Livo. Pero sólo por unos meses... –Sí, porque cuando regresó a Trento, un fraile capuchino le ofreció que fuese a trabajar a tiempo pleno a Cognola, a las afueras de la ciudad, donde había fundado un orfanato: el Colegio Seráfico. Allí Chiara cobraba poquísimo, pero le daban alojamiento y manutención. Durante el día daba clases y por la noche vigilaba a los niños. –Después vuestros caminos tomaron rumbos distintos… –Llegó un momento en que cada uno tenía su propia vida en Trento. Yo estudiaba medicina y por la guerra, en 1942 casi todos los médicos fueron militarizados. Yo fui llamado como auxiliar en el hospital de Santa Clara. Como estaba allí constantemente, incluso por la noche, a Chiara la perdí un poco de vista. De vez en cuando iba a casa y siempre me la encontraba allí con dos o tres chicas. Ella estaba madurando su camino, y yo el mío. Me absorbió totalmente esta pasión mía, más que política, de libertad. Ya no podía más: primero sometidos al fascismo, luego a los alemanes; mi obsesión era defender mi tierra y liberarla en la medida en que yo pudiera. Pero no hablé nunca con Chiara de estas cosas, porque la sentía muy lejos de estas ideas; ni ella me hizo mención tampoco de las suyas, probablemente porque me sentía también lejano de ellas. Mientras tanto yo había tenido esa crisis religiosa a la que me he referido. Yo encontré mi “conversión” en la lucha de liberación, y ella de otra manera. Habían madurado simultáneamente dos conversiones totalmente distintas. –Y llegamos así al 2 de septiembre de 1943, cuando tuvo lugar el primer terrible bombardeo en Trento… –Sí, y en la plaza de Santa María Mayor las bombas alcanzaron la casa donde habíamos nacido. Fui de los primeros en llegar allí con un pequeño camión para recoger heridos. Anteriormente no habían bombardeado la ciudad, pues lo que les interesaba era la red ferroviaria. Cada vez que había un bombardeo, Chiara venía a buscarme. Y eso fue lo que hizo también aquel 13 de mayo de 1944, cuando entre otros lugares fue alcanzado el hospital de Santa Clara. Allí, junto a otro estudiante de medicina, que era alemán, subí a la torreta para ver llegar los aviones. Hubo una sacudida fortísima y caímos por la escalera, que quedó totalmente en ruinas, justo encima de unos colchones, sanos y salvos. Cuando nos levantamos, vimos una gran destrucción: por todas partes había muertos y heridos que socorrer. Al cabo de un rato sentí unos golpecitos en el hombro: era Chiara, que había ido con una amiga suya. De la alegría de verme indemne, me abrazó, a pesar de que yo estaba totalmente manchado de sangre. Cuando le mencioné la sección de las enfermedades venéreas, donde se ingresaba a las prostitutas, me dijo: «Llévame a verlo». La impresión fue tremenda. Se encontraban una encima de otra en medio de un lago de sangre; bien vestidas y arregladas como estaban, parecían muñecas de cera pintada, títeres, no muertos. Chiara me ayudó a sacar los cadáveres, que a diferencia de los otros no estaban pálidos, sino que tenían una máscara de maquillaje. –¿No te habló Chiara de su consagración a Dios, del voto que hizo poco después de aquel primer bombardeo, en concreto el 7 de diciembre de 1943? –No, eso lo he leído después en la historia del movimiento, pero nunca he sabido muy bien qué pasó ni de qué voto se trataba. –Posteriormente os perdisteis de vista… –En el momento “mágico” del nacimiento del focolar yo no estaba, porque habíamos emprendido caminos diferentes. Tras el bombardeo del 13 de mayo de 1944, ella se quedó en la ciudad, mientras que yo, después del 8 de septiembre de 1943 y de la ocupación alemana de Trento, me fui a organizar la resistencia en la región de Trento y en la de Venecia. El 8 de julio de 1944 fui arrestado por las SS en Pergine y me llevaron a Bolzano, donde estuve preso en una pequeña celda a seis metros bajo tierra a la que se accedía por la trampilla de un pozo. Y allí, antes del juicio (el 2 de agosto) me entregaron un paquete de una enfermera que había trabajado conmigo. Era Duccia Calderari, una joven a quien yo conocía bien, porque era partisana como yo. Había ido muchas veces a su casa para preparar folletos clandestinos. Duccia vivía en un chalet cerca de Silvana Veronesi [ndt: una de las primeras compañeras de Chiara, la más joven de todas], precisamente en la Plaza de los Capuchinos, y escondía en su casa a los voluntarios que llegaban a Trento antes de que fueran destinados a los diferentes grupos armados en la montaña. Probablemente Chiara se enteró a través de Duccia de mi captura, y luego, por los periódicos, también de mi juicio. Y precisamente a través de esta mujer Chiara me envió ese paquete, que contenía un pijama, un par de pañuelos y cosas de ese tipo. Además había un texto mecanografiado acompañado de unas pocas líneas a mano: «Muchos saludos de tu hermana, que te envía estas notas». Intenté leerlo, pero me costaba muchísimo porque en mi celda no había ventanas y la única fuente de luz era una pequeña bombilla muy tenue en el techo (creo que por eso se me estropeó la vista). Solamente cuando me trasladaron a otra celda con otros dos compañeros conseguí leerlo y me quedé asombrado. Eran experiencias de Evangelio vivido, muy bien escritas por cierto, al estilo de las Florecillas de san Francisco. Entonces fue cuando intuí que se había formado un grupo alrededor de Chiara, porque hablaba de las que después serían sus primeras compañeras. Pensé: si son así, ¡están locas! Eran unas cosas tan lejos de mi mundo, hecho de áspera dureza y activismo, que entre lo que yo vivía y lo que vivían ellas había un abismo. Pero, al mismo tiempo, esas experiencias me causaron una impresión hermosísima; me quedé fascinado. Después esos folios desaparecieron y no supe dónde fueron a parar: ¡lástima! Desde Bolzano me trasladaron a varios campos de concentración, en los que estuve preso aún un año, sin contacto alguno con los míos, y cuando fui liberado (al final de la guerra) y me fue posible volver a Trento, ya no encontré mi casa en la calle Gota de Oro: había sido reducida a escombros. Durante muchos días estuve buscando a alguien que pudiera decirme adónde habían ido a parar los míos, hasta que por fin alguien me dijo: «Han huido a la montaña, a Centa». Cuando llegué a ese lugar, que estaba más bien lejos, encontré a mi padre, mi madre y mis hermanas, alojados en la casa de unos campesinos, pero no encontré a Chiara. Estaba en Trento, me contaron. Estaba bien y vivía con unas amigas en la plaza de los Capuchinos. De vez en cuando iban a Trento a verla. (continúa en el próximo número)



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